viernes, 22 de octubre de 2010
TODO TIENE SU LÍMITE
miércoles, 20 de octubre de 2010
ENFERMEDADES
sábado, 16 de octubre de 2010
FOGONES MONACALES (¿final...?)
Campos de Castilla. Al fondo, CASTROJERIZ
Se me ha olvidado comentar o informar anteriormente, que entre la ciencia culinaria de los Monasterios de clausura, eran aditivos indispensables en la mayoría de sus guisos u horneados la cebolla y el ajo. Sí, eso tan mal visto (u olido) en nuestra sociabilidad extramuros de frías, y calientes a la vez, piedras de muros abaciales. (Habría que probar un buen morreo lengüetero con la mezcla de sabores de tabaco, licores, ajo y cebolla: me lo imagino fantástico. Ustedes perdonen el desmán)
Creo que hoy ya es de general conocimiento las extraordinarias virtudes tanto en cocina como para, después el organismo humano, de estos dos ingredientes.
La cebolla se sabía que estaba por allí, se viera o no: Se notaba. Y a la segunda o tercera cucharada del guiso o tiento a lo braseado u horneado, el sabor riquísimo y picaruelo del ajo se iba depositando en el fondo de la lengua, casi en tu garganta. Según lo cocinado, el ajo o se veía o se notaba, tanto da. Lo importante es que esta sapiencia de siglos de estas gentes que, además de amar a Dios (como el valor en los toreros, esto se les suponía a todos) cuidaban, como aquél que dice, de P.M. su nutrición y alimentación. Estos autocuidados en su yantar, unido al estricto régimen de horarios, costumbres inalterables en horas de descanso, trabajo, rezos y puntualidad sin excusa alguna de transgresión para todo, o sea, orden perfecto, o más que perfecto, en su norma de vida, nos hacia ver a monjes que morían, todos, cercanos a los 100 años, salvo puñetera o imprevista enfermedad mortal.
(Y todo el rollo anterior es aplicable tanto a monjes como a monjas. Sacándole punta a lo que sea, bajo mi exclusivo recordatorio de sabores, esa alegría del “ajete” en cocinados o fritos o cocina más capitalina, se notaba más en la labor culinaria de las monjas que en la los monjes. ¿Necesitaban un poquito más de alegría ellas que ellos).
Ya que las he nombrado, voy por fin a ellas, las encantadoras monjas que nos han atendido en los dos o tres pequeños Monasterios, regidos por ellas, en los que nos hemos hospedado. (Para los burros o animales de pensamiento: las monjas siempre aceptaban a la mujer “legítima” –aunque no lo preguntaban, ya ellas lo sabían- como tu compañía; y si íbamos solos –lo más normal- la hospedería, aunque compartiera muros con la clausura, estaba más que bien separada. Es decir, ni correrías ni juergas medievales).
Las monjas cocinaban platos más capitalinos, más, digamos, como normales en tu ámbito familiar, pero, lo siento por aquél o aquélla cercano a mí que lea esto, le daban al plato un cariño tan extraordinario que sabían tal como si su Esposo, Jesús o Dios, hubiera estado cocinando con ellas.
Por ejemplo, la especialidad de las benedictinas de PALACIOS DE BENAVER (a pocos kilómetros al Norte de Burgos, dirección León) era un plato (que yo conocía de cocinarlo mi suegra y mi misma esposa): llamado “patatas a lo pobre” o “patatas con camisa” –y hay sitios que aún las llaman de otra manera-: Un plato sencillísimo, pero largo en el tiempo para la cocción, que estas mujeres de Palacios sacaban con categoría de cinco estrellas españolas (las Michelín no tienen bastantes). Luego, solían servirnos platos “normales” (el entrecomillado es especial). Pero… Pero, no sé cómo explicarlo… ¿Era nuestra predisposición; el aire de Castilla; o es que aquella merluza congelada simplemente rebozada, aquellas croquetas, aquellas tortillas, aquellas patatas fritas, aquellos trozos de jamón –normal, o de York o serrano-, aquello… lo que fuera, sabía distinto… todo, todo o casi todo con un sabor final al añadido del ajo, en el sofrito y sacado o servido en laminillas, fritito junto con el alimento principal?
De aquí, de Palacios, dos curiosidades. La hospedera habitual (joven-madura o madura bien conservada, delgada, nerviosa –es difícil con tanto manto y cubrimiento de cabeza, acertar; ¡y hay que ver el follón que andan armando con las mujeres musulmanas!-) era una encantadora mujer que sólo estaba pendiente de que comiéramos más o llamar a cocina para que hicieran una tortilla o lo que fuera si a alguno de nosotros no nos gustaba el menú. Una pega –al principio, difícil; luego, ya…-:Hablaba rapidísimo y siempre con la boca medio abierta por su sonrisa permanente. Casi nadie le entendíamos nada. Solíamos decirle que sí a todo y reíamos: Todo arreglado.
La Madre Abadesa, era algo especial. Mujer fuerte, grande, siempre simpática y sonriente, pero que al buen “mirón” no se le escapaba su carácter duro, firme, fuerte cuando y siempre que hubiere lugar a manifestarlo. Era graciosísima. Por lo visto, ellas, la comunidad, cenaban un poco antes que los huéspedes. Ella, la Abadesa, a mitad de nuestra cena, se presentaba en nuestro comedor, tomaba asiento y nos contaba, hasta con sus particulares comentarios, el telediario entero. Genial esta mujer (creo que por motivos de salud, hoy ya no es Abadesa).
En otro monasterio de monjas, SAN PEDRO DE LAS DUEÑAS, a unos 4 kms. de SAHAGÚN, ya provincia de León, su especialidad eran los postres, poquísimas veces nos servían frutas de postre o simplones flanes: eran especialistas en dulces, en concreto en unos rollitos de crema que nada más comer, al menos a otro y a mí, nos hacían salir del Monasterio y entrar en una verdadera mierda de planta baja que el dueño había dotado, con unas maderas mal puestas, de barra para tomarnos un orujo que nos suavizara la tremenda maravilla del dulce pegado a nuestras lenguas. (Por cierto, el dueño cabrón de este cuchitril -lo siento, pero es así- tenía un orujo para servir y otro para vender. Mi querido desaparecido amigo Rafael y yo le encargamos sendas botellas del fuerte licor para traérnoslas a Valencia. El tonto/cabrón debió de pensar que a qué santo íbamos a volver desde Valencia a reclamarle. El muy borde nos vendió dos botellas se puede decir que de puro alcohol… Después del primer trago, intragable, todo su contenido se fue por el sumidero.
Este SAN PEDRO DE LAS DUEÑAS, tiene una historia o leyenda que
viernes, 15 de octubre de 2010
FOGONES MONACALES (a ver si final...)
VILLASANDINO, norte de Burgos, hacia León,
yendo desde PALACIOS DE BENAVER, Monasterio
de Monjas Benedictina, donde nos hospedábamos,
hacia CASTROJERIZ –pleno Camino de Santiago-
Es común en la Castilla que tanto amo, que el
horizonte que te señala algún punto habitado, lo haga,
primero que nada, con las almenas de las torres del homenaje
de algún castillo más o menos mejor conservado o en ruinas,
o alguna espadaña o cúpula de enormes iglesias, éstas, por
lo general mejor conservadas y hasta aún útiles para el
culto con, según la época, las perfectas obras de construcción de los nidos
de las cigüeñas, silueteadas allá en lo alto por los claros
cielos o compactas nubes blanquísimas de los cielos castellanos.
(Aquellas raíces de escalas sociales, nadie se engañe, son la se-
milla de nuestra actualidad: El señor feudal edificaba su castillo, para lo cual precisaba un porrón de mano de obra miserable que primero
acampaba a unos 50/100 metros de la obra y luego levantaban sus casuchas –muchos comenzaban a trabajar allí y allí morían-. Lo mismo
con las iglesias –O Iglesia o Dinero, real o feudal, ellos se repartían
el Poder-, los demás, el pueblo harapiento, el servicio, los artesanos…
sólo eran escalones por lo que subían Poderes o Iglesia o alfombras algo mugrientas para limpiarse el barro de sus peleas o cacerías o romerías y procesiones acompañando a algún reo de herejía)
No quiero hoy ya perderme por más ramas.
Tal vez por la bondad de las materias primas que he citado, los guisos levantaban a un muerto y siempre en aquellas calderetas, sobraba, aunque el hospedero en tanto, en pie o sentado junto a nosotros, charlaba de lo que fuere, siempre nos ofrecía más.
Nunca como primero o entrante, la ensalada. Normalmente de tomate, cebolla y otras verduras que yo empecé a conocer en estos lugares.
(Ya debo hacer un pequeño alto para hacer saber o aclarar que una de las grandes ciencias que se estudiaba y practicaba en los monasterios, era la de saber, y saber aplicar, las muchísimas o pocas virtudes que poseen las puras plantas salvajes del monte y las cultivadas por el hombre, y obtener el mejor beneficio para la salud del cuerpo del conocimiento exacto del maridaje entre ellas y sus posibles apliques medicinales. Cogí, en la mala época, tal escepticismo, que no sé si hoy, en estas abadías, todavía uno o dos monjes se dedican a estos estudios, o sencillamente compran latas de fabada Litoral y cajas de Aspirina )
Así, por la parrafada entre paréntesis, conocí y empecé a adorar el sencillo guiso, algo o poco espeso de los platos de lentejas con arroz.
No se conocía en mi más cercano entorno familiar al menos esta mezcla debidamente condimentada. El arroz por su lado y las lentejas por otro. Pero es que allí me enseñaron su razón: El arroz, casado en guiso con las lentejas, ofrece a éstas la gran ventaja de que su hierro es mejor digerido y asimilado por el organismo humano. Encima, ellos casi nunca coloreaban el caldo con chorizo o trozos de jamón. Era lo que se suele llamar un plato viudo, es decir, sin carne; sí con patata y verduras. Y por encima de todo es que sabía a gloria. Nos daba algo de vergüenza que nos tomaran por tragones, pero ninguno se conformaba con servirse el primer tímido plato.
Como en estos cenobios tienen su ciencia, va y de pronto, si el primero había sido un guiso normal (eso sí, siempre exquisito), pues el segundo era una caldereta que ellos llaman “paella”, que, por supuesto, no se parecía en nada a mi paella valenciana, pero, insisto, no sé qué arte tenían, porque a veces no viendo más que algún despistado trocito de carne y verdura en mayor cantidad, aquellos arroces tenían un sabor increíble.
Ya te encontrabas algo hinchado cuando te servían un cuenco lleno de ensalada, como, en teoría, último plato. A mí esto me despistaba bastante dado que en mi ambiente familiar la ensalada era, y sigue siéndolo, lo primero que se deposita al centro de la mesa.
Pues bien, gentes amigas, cuando me recitaron todas las propiedades de la humilde lechuga, en todas sus variedades, creo que puse cara de tonto. Comprendí la razón de que en las cenas un buen plato de lechuga fuese lo último: Entre sus múltiples beneficios para el organismo, resulta que es un fantástico tranquilizante para coger bien el sueño.
Vale. Pues en las comidas, todavía después de la comentada lechuga, o fruta (de sus frutales o comprada) o los días felices en nos aparecían con flanes de su propia cocina o arroz con leche idem.
Ya lo he dicho, carne poca y algo de pescado. Pero, tengo que insistir, excelentemente condimentado.
Me lo temía. No hay forma de acabar. Me quedan las maravillosas monjas, de las que apenas veíamos y saboreábamos el producto de su trabajo de cocina, y, como guinda, una buena anécdota, para la que yo os preparo:
Los monjes hacen voto de pobreza, sí, pero ojo, NO la Comunidad, que para eso tienen un monje “ecónomo” que se ocupa, bajo las órdenes del Abad, de comprar, vender, administrar sus bienes, invertir si procede, etc., etc. Es de justicia aclarar que cuando a un monje se le cae de espejeante el hábito, la comunidad le compra uno nuevo, así como que paga el Monasterio todos los gastos de Sanidad de toda la comunidad, desde las simples Aspirinas nombradas hasta unas gafas nuevas. Hay Monasterios, verdaderamente ricos, lo niegue quien lo niegue.
Lo siento, me autoemplazo para otro día.
DESVENCIJADO
Luis Ramírez de Arellano
jueves, 14 de octubre de 2010
FOGONES MONACALES (sigue...)
Fotografía de Mayo de 1979
(Claustro de la Abadía de Santo Domingo de Silos,
en Burgos, una de las mayores joyas del arte romá-
nico -quizás la 1ª en España, y en Europa nada lejos
del primer lugar-).
Ya ha quedado dicho en hojas atrás que éste fue el primer Monasterio en el que me hospedé en mi vida (año 1969, el mismo de mi casorio), yo solo y agarré unas anginas de órdago como analfabeto total de los airecillos castellanos y el tremendo helor de la catedral de Burgos, por mucho calor que despida su enorme belleza y por mucho mes de Junio que fuera (era un Junio castallano puro, no de mi Valencia).
Por ciscunstancias algo novelescas que no vienen al caso, tal vez fue el mismo de la fecha de la instantánea, 1979 (diez después de mi conocimiento "anginoso" de este, entonces, maravilloso lugar y refugio) fue cuando volví a Silos, ya acompañado de, creo recordar, tres amigos, atraídos por lo que yo siempre contaba que había vivido, visto y respirado en aquella mi primera visita de 1969. A partir de entonces, y con pocos fallos, durante varios, bastantes años, repetíamos experiencia, buscando hospedaje en otros monasterios que nos aportaran nuevas "bases" y, sobre todo, nuevas experiencias, aunque nuestro preferido fuera, siempre, este de Silos.
Aunque en algún momento "señale" o puntualice, quiero hablar "en general" de la cocina y condimentos de estos hombres y mujeres, retirados en clausura, con una norma en su regla de admitir huéspedes. (Calculo que allá por los siglos X, XI, XII (antes algunos, con vestigios visigóticos) en los que comenzaron a levantarse estos monasterios, tanto por prebendas de reyes de turno o hidalgos de arcas llenas (no nos engañemos: o para intentar ganar indulgencias para sus hazañas con lozanas criadas rurales, esposas de sus mozos de cuadra o palafraneros, etc-; celebrar cualquiera de sus batallas a sangre y polvo con miles de cabezas de enemigos cortadas o, cosa corriente, por darle casa en la que pintar algo, como Abad, al más tonto de sus hijos, ni guerrero ni comedor ni follador; o a la más fea de sus hijas de imposible emparejamiento - Uno de los monasterios que visitábamos, San Pedro de las "Dueñas", monjas benedictinas, como ya dije, "uno no quiere señalar", pero no hay que leer mucho para deducir "qué se conocía por 'dueña'; el progenitor que más dote donaba al Monasterio, "colocaba" a su hija de Abadesa; y así podemos ir bajando hasta la tornera o portera.
Vayamos a lo que importa: Lo que primero llama o despierta las papilas del visitante o huésped es el exquisito sabor de lo que sirven.
Empezando por el desayuno, en ninguno, monjes o monjas, falta, con perdón, un pan que te cagas, mermeladas y miel "caseras", o bien elaboradas en sus cocinas o la de algún "artesano" del pueblo; también mantequilla, ésta, según la Abadía, o se notaba propia o era de esa que va en paquetitos, como en los hoteles infieles. No había empalago ninguno de dulzores excesivos ni en confituras ni en secreciones de las abejas. Leche de sus establos; eso sí, café como podían; y algún plato con bollería o pastas, ésto sí, de fuera, adquirido. Todo, dispuesto al moderno estilo de auto-servicio y que el hospedero vigilaba que no se acabaran los recipientes del suministro. Como en todos los grupos, aquí, en el mío, también siempre destacaba el que se ponía totalmente morado (Normalmente, en todos los de monjes los huéspedes éramos pocos y, oh gloria, ninguna mujer. La clausura, en los monjes, no admitía hospedar mujeres, menos todavía si la hospedería se ubicaba dentro del propio Monasterio, ay, cerca de las celdas de hombres "cortados", por puro amor a su Fe o sufriendo indeciblemente toda su vida de celibato).
A pesar de quedar muy convenientemente servidos, durante la excursión de turno, andando o en coche, al volver, antes de entrar en el monasterio, en cualquier bar o taberna del pueblo, caía o un "vinico" o una "cervezica", con cacaos o altramuces o aceitunas o... lo que fuera.
En unos monasterios se comía en el refectorio, junto con toda la comunidad. Esto tenía su encanto contra la pega, a veces fuerte, de comer rápido y en silencio total. En cualquier caso, en comedor de huéspedes o junto con la comunidad, lo primero: un rezo corto todo el mundo en pie. Luego, un hermano, normalmente, hasta que se le unía el padre hospedro una vez terminado su condumio, nos iban sirviendo. Especie de calderetas de no sé qué metal, llenas de sopicaldos o arroces melosos o secos con contenido más que suficiente para seis, siete personas cuando cada recipiente era para cuatro. Encima, cada dos por tres, nos preguntaban si queríamos más.
(¿Acabaré este tema alguna vez? Tanto se me agolpan los recuerdos que suelto algunos rebeldes que se me plantan en los dedos sin haber sido llamados a figurar aquí. A ver si a la próxima acometida o empuje, parimos de una vez)
Queridas gentes, que desayunen al estilo monacal.
Hasta, si es posible, el reventón final.
DESVENCIJADO
Luis Ramírez de Arellano
martes, 12 de octubre de 2010
FOGONES MONACALES
sábado, 9 de octubre de 2010
VA DE SENTIMIENTOS: CUIDADO
La criatura de la foto, es lógico imaginarlo, es una de mis nietas. Otra preciosidad que vive más lejos va para prima ballerina, además de ser un bellezón que combina el azul de sus ojos y el gualdo de su pelo a las mil maravillas.
No voy a tratar de una exaltación de mis nietos (ojo: seis), entre otras cosas porque no debe tener adentros sanos todo aquel hombre, puro de espíritu, que no babée, aunque sea poco, al mirar o hablar de sus nietos. En fin, voy a lo que importa.
¡Ojala siga!.
Mañana mismo la vida me hace alcanzar dos tercios del total de la Cifra del Maligno: Me hace cumplir 66 años. Es una paradoja tremenda y ruego que nadie me pida explicaciones: No soy feliz, no estoy contento... pero miro hacia atrás, y sobre al excitante, enorme y tremendo presente de estos seis magníficos nietos que, a veces, me parece mentira que, en parte, procedan de algún gen mío, y va y me siento orgulloso, contento, feliz...
(Un momento: Voy a secarme la baba)
Recuerdo mis jóvenes años de casado con hijos. A todos les dimos el añadido esfuerzo de la llamada "actividad extraescolar". Danza clásica; canto en uno de los principales coros de niños de Valencia; una buena academia de dibujo (al cuarto, ya lo saben, no nos dio tiempo a aplicarle este sobresfuerzo).
Es el caso que poseo una parte de melancolía de la que no me puedo desprender (Tampoco sé si quiero hacerlo), y disfruto repasando y viendo mis álbumes de fotos. El otro día me salió la fotografía del encabezamiento. Lo primero que me pareció es que la partitura, la música pura iluminaba el rosto de mi nieta. Recordé cuando le hice la foto: en su casa, no sé qué día, con el piano que sus padres habían comprado para que la cría practicara (y ya se ocupan ellos, sus padres, de que lo haga). Pero más aún recordé el día que, por final del curso académico, la academia con acreditación oficial a la que acude, hizo una audición para los padres. Esta nieta mía, de belleza rompedora, actuaba la penúltima (tampoco se puede impedir que un enano graciosísimo y algo guaperas fuera el último, porque, en realidad ese chaval rubio tocó de maravilla). Pero yo voy a mi nieta. No sé si tuvo buena técnica, si acertó con el tempo y melodía... ¡no sé música! Pero sí me pareció maravillosa hasta la emoción incontenible el verla a ella, volcada sobre el piano, y escuchar la pieza que tocó -preciosa- que ni sé ni de quién era...
(Un momento, voy a sonarme y sober algún lagrimón algo borde)
En fin, todo esto me hizo pensar en aquellos años, tan lejanos, en los que Ella y yo, casi obligábanos a nuestros hijos -padres de estos nietos- a sus actividades extraescolares (¡sigue siendo tan mierda la educación en España...!), y pensé si ahora mis hijos, padres de estos geniales nietos no se estarán pasando con tanta actividad para sus hijos. Pero ocurre que, por ejemplo, a la de la foto del piano, que tiene algunas cosas más que ahora no importan, y a los otros, con sus "ingleses", sus "balletes", "sus fulbitos y baloncestos", y alguna cosa más, va y se les ve contentos, alegres, bulliciosos y, según el carácter de cada cual, contador o no de sus cosas.
Será, pienso, que este "estresamiento" de sus estudios y actividades extraescolares, no les pilla como lo hizo con sus padres, mis hijos. Esto debe ser algo tan natural para ellos porque ni en ello reparan. Y además, encantados.
Ojala sigas, princesa, y yo llegue a llorar a moco tendido en un concierto en un teatro, me da igual que actúes como única intérprete o solista de una orquesta. El primer grito de ¡bravo! -si es que acierto cuando termina la pieza- será el mío.
¿Os parece bien por hoy? Ya llegaré a las cocinas y fogones monacales, tiempo al tiempo.
Salud, buenas gentes.
DESVENCIJADO
Luis Ramírez de Arellano.
sábado, 2 de octubre de 2010
QUIEBROS EN LA VIDA.
Fotografía de Agosto de 1975.
"La Madonna y el niño"
Hubiera sido algo de memez titular la
foto como "La Virgen y el Niño", cuando desde siglos y siglos, un niño, un hijo abrazado a su madre desmiente, sin más, tal virginidad.
Y el hecho de utilizar esta antigua foto (todos hemos creído en algún tonto momento de nuestra vida en la felicidad), es por servirme de la imagen para comentar los imprevistos golpes del vivir, las pedradas de la vida que, de pronto, cambian tu actualidad, tu presente y tu futuro.
El niño de la foto, un año y dos meses después de la instantánea murió, una viscosa marranada a la que no le dio la gana dar auxilio salvador, o estaba despistado -como siempre- el Dios que dicen que lo creó, pero que luego se olvidó de él dejado caer en tan enmarañado y merdoso mundo. Bien, todo se puede considerar normal. Miles de niños mueren a diario en el mundo sin que el Gran Tipo deje su partida de mus (parafraseando al fallecido escritor manchego Rodrigo Rubio).
Pero es el tema que mi vida, nuestra vida, la Madonna y yo, cambió.
Tenemos una vida antes y otra después de la muerte del angelote de azulado mirar.
Uno, más o menos, derramó las sangrantes y rabiosas lágrimas y su alma reventó de decepciones, improperios, sapos y culebras. Aún me quedó, relativamente lleno, el depósito del alma de sufrires acuosos salados. De hecho, a estas alturas de mi vida, soy más llorón que nunca.
Pero, ah, la madonna. ¿Quién convence a una madre de que su tan inmenso amor no puede proteger a un hijo?
Tanto derramó que quedó seca por muchos meses, años...
La tremenda ternura que emana en la foto desapareció para siempre jamás. Se transformó, toda aquella delicadeza, en una cabalgante madurez de hermosura gigante, belleza dura, una real hembra, pero, ojo, rompedora, atractiva protegida por unas barreras que, a veces, eran sólo un mirar paralizante: "..."atrévete, da un paso, anda". En otras era negativas secas; en otras ironías tan rasposas que daban urticaria al pesado de turno.
(Como anécdota: Yo he tenido, en diversas ocasiones, que hablar y sonreír con tipos que, según me había contado ella, le habían propuesto cama. Alguno casi amigo; otros, conocidos; los menos, de trato de trabajo).
Ni hacíamos caso. Nos reíamos. Todavía vivíamos esa etapa de amistad con sexo que puede ser aún amor.
Pero a lo que me interesa: Nuestra vida en común cambió totalmente. Ella sobre todo. Podría asegurar que no ha vuelto a su expresión nunca más la ternura. Sólo apuntes en cuanto comenzaron a venir nietos. Pero jamás la expresión excelsa de la foto.
¿Y por qué todo esto? Cuando uno va teniendo más momentos de soledad al tiempo que no puede impedir el ir cumpliendo años, cada vez mira más hacia atrás, lo que ha dejado, vivido, lo que vivió; retrocede hasta su niñez si es que aquella estapa la recuerda feliz. Sí, no se puede dejar de mirar atrás quizás buscando algo hermoso que vivimos en lo que todavía podamos apoyarnos para seguir, porque... porque no podemos mirar constantemente hacia delante: lo que vemos es un camino cada vez más corto, más empinado, repleto de sustos, úlceras, ciruigías urgentes, mochilas para poder respirar... y lo peor: cánceres o Alzheimer. No. A estas edades no apatece nada mirar hacia adelante, sino recuperar vivencias, como mínimo, amables, calientes. Y, al tanto: no me meto en absoluto con los optimistas incorregibles: Cada uno se busca la tranquilidad o seudofelidad como puede.Solamente yo, según mi leal entender, pienso que es un error total eso del presente, que para mí no existe más, medido en tiempo, que en una millonésima de segundo en la que tu cerebro ha experimentado algo dichoso, que precisamente se convierte en dichoso cuando lo recuerdas, jamás en la velocidad a la que lo has vivido.
Querida gente, disfrutad de la tarde, del fin de semana, de una buena cena, de una buena copa y, el que pueda, de un encamado triunfal. Os lo digo: Es lo que a altas edades más recordaréis con una sonrisa, cada vez más caras.
DESVENCIJADO
Luis Ramírez de Arellano