viernes, 20 de enero de 2012

SIGO INTENTÁNDOLO (Otro cuento antiguo)


LA FOTO -LA IMAGEN LA HE REPETIDO MIL VECES EN ÉSTA MI GUERRA PARTICULAR CON ESTA TIPA BORDE DE LA INFORMÁTICA.
(Por favor -y perdón pido-, tanto foto como comentarios
están ya harto repetidos en varias metidas de pata inmediatamente anteriores.
Disculpen si a ello los remito.


== EN EL AEROPUERTO ==

            Mi jefe era un cabrón. No es que la ecuación Jefe igual a Cabrón sea un principio irrefutable, algo así como lo que sentenció el tal Arquímedes. No. Pero sí que en este caso se da con mayor profusión y claridad que en otros, en todos los demás, aquello de que la excepción –si es que la hay- confirma rotundamente la regla.
            Tampoco es que sea el tema automático, es decir: Tú, persona normalita, mañana eres jefe y mañana también eres cabrón. No. Es un proceso más o menos rápido pero que termina siempre produciéndose. Es como si el calificativo esperase pacientemente a que el sustantivo se lo apropie. Unas veces se produce la boda muy deprisa; otras, es un coqueteo más lento. Ahora, eso sí: Jamás es lentísimo. Llega el casorio y, habitualmente, más pronto que tarde.                    

Afuera el amanecer venía empujando a la noche, pero aún se resistía la suficiente oscuridad como para hacer el papel de azogue en las grandes cristaleras que daban a las pistas. De azogue consentidor, debilucho, pues al tiempo que devolvía imágenes cual espejo también se dejaba atravesar por la mirada. Así, veía yo, por un lado, el trajín que rebullía a mis espaldas a, parece  mentira, hora tan indecente para andar por ahí –ojo, en plan de currelo, no de juerga, está claro, ¿no?- como son las 6 de la mañana. Muchedumbre con evidentes diferencias físicas en los individuos que la formaban, pero clones totales en el  aura que  a todos  envolvía, hombres,  mujeres y  neutros  de  ambos -alguno/alguna habría, o varios. Seguro. Agobiante igualdad que resaltaban detalles materiales externos: Juventud o tempranera madurez a raudales; nada de madureces en sazón y, menos aún, apariencias de objetivo indudable de oferta de prejubilación o de retiro a ese puesto de tanto nombre que supone aumentodesueldoydejademarearlaperdiztodoeldíacontusproyectoseideasnacidosdetumuydilatadaexperiencia. Vestidos como para torear, o sea, todos igual pero con diferentes colores y bordados. Hasta se adivinaba –siguiendo con el símil: de oro o plata-, en las parejas, tríos y así, quién era el jefe –el maestro- y quiénes los subalternos. Yo especulaba con qué traje era de corte a medida y cuál de corte del tal Emidio ese de, eso, de El Corte Inglés. También lo notaba en los capotillos de paseo, perdón, en los portafolios –imprescindible prolongación colgante de todos los brazos, derecho o izquierdo, según. Se notaba: O lucían  de auténtica piel o, bah, imitaciones plastificadas y, por supuesto, más grandes éstos –el subalterno brega con más papeles y porta accesorios del maestro para cuando éste se los pida. Corbatas en ellos según la moda: O tocaba apastelamiento u horteras dibujitos de la chorrada que fuera, repetidos hasta el mareo. Ellas, con trajes sastre la mayoría. La mayoría también de pantalón; poquísimas con esa deliciosa prenda femenina que es una falda acoplada sin opresión que cae hasta las rodillas. Blusitas camiseras de estudiado contraste y casamiento en su color con el del traje. Ellas sí, muchas, se notaba, de boutique. En fin, un abarrotamiento de ejecutivos todos como con una inquietud agresiva y hablando a la vez, pero por el móvil, que se movía a mis espaldas como una masa pegajosa, envolvente, asfixiante. Yo pertenecía al montón de los subalternos y, además, en aquella ocasión, iba sin maestro, digo, sin jefe, porque el cabrón decidió que, aunque el tema era importante, él no podía asistir y, claro, delegaba “en quien más confianza tenía”... Ay.
Frente a mí, con el facilón azogue dejándose penetrar por mi vista, observaba la amplísima pista de aparcamiento de los aviones. Allí abajo, en el lugar más cercano a mi atalaya, con su hilera de lucecitas/ventanillas y despidiendo brillos, un pitido obsesivamente continuo, y algún rugido que otro, estaba el más iluminado –el único iluminado, mejor-, el que debía yo abordar, seguramente, unido al edificio por una de esas especies de orugas metálicas feas, algo repugnantes cuando crujen al estirarse o encogerse, claustrofóbicas cuando te hacen circular por su larga panza hueca. Como una superestrella de cualquier mundillo del famoseo, rodeado de múltiples focos. Camioncitos cisternas le endiñaban el alimento energético por medio de mangueras umbilicales. Una pequeña multitud de monigotitos humanos se movían por bajo de su vientre alargado, mirando y tocando por aquí y por allá. Otros tantos metían, por tajos abiertos en ese vientre, la carga de un trenecito, de vagoncitos sin paredes ni techos, bolsas, maletas y paquetes de formas y volúmenes de lo más diverso. Aquella bestia, ballena inmensa con alas, se estaba preparando para engullir a unos 300 "jonases" que debería vomitar, enteritos y sin ningún deterioro, no sé cuántos minutos después en otro paraje similar a éste, pero ya con sol, o lluvía, o nublado... Ay, y de uno a otro lugar... ¡¡volando!!
Y yo miraba y pensaba, y me angustiaba por momentos. Y pensaba y volvía a mirar. ¡Cagondiez! El estómago se me encogía y el intestino se me ensanchaba. La hernia de hiato, mi pequeña y querida hernia de hiato, era una bola de plomo en la boca del estómago que impedía el alivio del eructo y facilitaba la sensación de náusea. La física y los físicos me traen al pairo. Esto es un desafío inaguantable para las leyes naturales, para lo que la razón ve y asimila constantemente. Vamos a ver, si una simple pluma de ganso, de paloma, de cualquier ave, se suelta a 10.000 metros de altura, ¡¿llega o no llega al suelo?! Puede que tarde, pero majestuosa y “gravemente”, llega, ¡llega, coño, cae. Cae! ¿Cómo no va a caer semejante tonelaje de vanidad, desafío, orgullo y prisa atiborrado de personajillos humanoides y rebosantes éstos de lo mismo más el peso de sus móviles, portafolios y ordenadores portátiles? Por más que corra, hombre... ¿O es que la velocidad, ayudada por una alitas de nada, anula la ley de la gravedad? Ah, no, amigo, la combate, la burla, la esquiva. Pero ¿y cuando falla uno de esos quiebros o engaños? ¿Y cuando, en un momento dado, se pilla cabreada a La Gravedad y le da por darle un manotazo al primero que le pase a mano de todos esos miles que andan dándole la coña continuamente?
Y yo ya llevaba dentro de mí dos Biodraminas y tres Sumiales. Orfidales no, a pesar de mi médico. Podría explotar antes de embarcar si a lo dicho y dos güisquis añadía el Orfidal de marras. 
            Tampoco  es que yo intente sentar cátedra en cuanto a la cabroneidad de mi jefe, de los jefes. Hay que ser ecuánime, razonable. Porque se nota que muchos no tienen material, base en sus genes para ser y portarse como un cabrón como debe ser. No. Hay algunos –pocos, muy pocos, la verdad- a los que se les nota el esfuerzo por comportarse, es decir,  por ejercer como se espera de un jefe. Porque claro, es que, además, despistan.
            Pepe –Don José Ramón, como gustaba a él ser conocido y llamado por todos los ajenos al departamento que él dirigía, y que el gentío subordinado lo sabía, y cumplían-, que era mi jefe, tenía el don camaleónico. Es decir, en unas ocasiones se mostraba jefe estricto, inabordable y duro, y, en otras, adoptaba  el papel de jefe-padre, comprensivo, esforzándose por crear-entablar una relación de “seudoamistad”, como aquel que dice, creando buen rollo con los que de él dependíamos y que él se empeñaba en llamarnos “su equipo”. Nunca “el equipo” merecía o ganaba ninguna medalla. Él acudía a los comités y exponía los datos obtenidos y los informes elaborados por “el equipo”, pero nunca nombrando “al equipo”. Al cabo, bajaba de las altísimas plantas hinchado, eufórico, y nos decía: “Cojonudo, esclavos, ‘nos’ han felicitado. Vamos bien, estamos en la cumbre, si seguimos así...”  ( También es de ley concederle el hecho cierto de que ante cualquier fallo el que recibía el primer chorreo era él, aunque luego a nosotros nos lo trasladase convertido en tormenta de pedrisco. Pero nadie queríamos decirle que eso, esas broncas y esos éxitos iban incluidos en el sueldo y formaban parte de la poltrona. Yo creo que tanto Pepe como casi todos los jefes –de no toparnos con un imbécil integral- saben esto, pero disimulan y desvían en los casos que no salen bonitos y exitosos). Bien, esto entra dentro del saco de futilidades y comportamientos normales y diarios que todo el mundo sabe que existen dentro del mundo laboral y en las relaciones de trabajo entre las diferentes jerarquías y estadios de responsabilidad.  

Y todas estas divagaciones se me amontonaban y se movían, pesadas y rasposas, por todos mis adentros, haciéndose especialmente desagradables en su retumbar en mi cerebro, resonando una y otra vez con gritones trompazos contra mis sienes con la insistente pregunta de por qué cojones tenía que pasar de nuevo el terrible trago de un vuelo. La opresión en el pecho que cerraría el paso a la respiración, ansiedad tremenda que me acogotaría en cuanto me sentase en la cabina de aquel inmenso bicho metálico volador, y violador de la Lógica, a pesar de dirigir contra mi cara con toda su fuerza los chorros de ventilación del techo sobre mi asiento, esa opresión, esa crisis de ansiedad, se me estaba adelantando esta vez. Y todo por un galonazo del jefe. Miraba de vez en cuando el panel: Se mantenía la hora de embarque y de salida, no había retrasos. Tampoco parecía posible que de pronto se rompiesen los cielos y el más pavoroso de los aguaceros, con sus rayos y truenos y todo, motivaran el cierre del aeropuesto hasta, al menos, cuatro horas después. La reunión comenzaba a las 8,30 horas y su contenido, aunque importante, era de corta exposición... Entre la salida de otro vuelo, cuatro horas después, llegar... Nada, no había podido salir, Pepe, lo siento, qué quieres, hombre, fuerza mayor, ahora llamo a Mengano y me informo de todo y que me mande un correo... No me libraba, una voz femenina y afectada  llamaba para ir hacia la sala de embarque. Me sentía personaje de tragedia griega moviendo mi humanidad en dirección tan contraria a la terrible fuerza de mi deseo: salir corriendo, coger un taxi, mandar a tomar por culo al avión, llegar a la empresa, decirle a mi jefe que no iba, que no había ido y que también él se fuese a tomar por culo...Me pesaban las piernas y contenía a duras penas las arcadas que me removía mi querida hernia de hiato...Yo no sabía que clase de fobia padecía, porque en puridad yo estaba convencido de que más que miedo lo que me mataba era la claustrofobía, el sentirme una molécula de mierda insigniticante embutida dentro de un tubo metálico, atrapado, inmovilizado y a merced de que, por lo menos una vez más, ésta, los estudios físicos y de aerodinámica que hacían volar, asombrosamente, toneladas y toneladas de peso, no fallaran... Mis pensamientos componían el zumbido de mil enjambres de abejas mientras, inconscientemente, iba frenando mis pasos, queriendo retrasar mi entrada en el vientre de la ballena. Tan pronto se aposentaban en mi mollera imágenes amables de convivencia con el cabrón, digo, con Pepe, mi jefe, como sucesos de toma y daca, de discusión de trabajo, de se acabó, ordeno y mando, de... Las cenas de matrimonios que él se empeñaba en promocionar (eso sí, sólo con dos o tres del departamento, entre ellos yo). Supe desde el principio, con él al menos, que el ceder a estos acercamientos, a estos encuentros festivos sin –por orden suya- nada de comentarios o conversaciones de trabajo, a la larga, me cazarían por mi natural inclinación a fiarme, a abrirme y a, en un momento dado, por tonto sentido de sentimentalismo, de fidelidad, de lealtad o de qué sé yo, verme imposibilitado para hacer sonar mi voz con un “no”. Y ahora volvía a pensarlo: Él servía, y mucho, para jefe. Sabía separar. Ahora tomamos una copa y unas tapas, mañana cenamos por ahí, con las mujeres, ¿vale?  Ya estaba el último de la multitud, me acercaba al arco de seguridad y a los guardias civiles y a la cinta donde debía dejar el portafolios, el llavero y que no se me olvidase nada que pudiera hacer saltar el pitidito que te convierte en centro de atención de todo el mundo y quedar a merced de la curiosidad general que, inevitablemente, vería en mi rostro una expresión, por lo menos, rara.  Seguía la amabilidad, la cordialidad en el trabajo, el tuteo que pidió  -casi todo el departamento teníamos una media de edad similar, incluido él. Un día surgía un problema, o un problemón, llovían desde los altos pisos urgencias y seriedades, de pronto, el tuteo sonaba a usía, la distancia se tornaba en un bloque insalvable... Mi cabeza atronaba como Calanda en plena Semana Santa. ¡Qué manía! ¿Por qué esta vez ese empeño? Era algo tácito en nuestro trato de trabajo. Pepe sabía que a partir de un momento determinado, hacía unos tres años, se me presentó de improviso en el cuerpo la imposibilidad de volver a coger un avión. “Bueno, pues no pasa nada; mira, allí hay que ir, búscate trenes, coge tu coche....” Hasta en algunas ocasiones en que la distancia obligaba a pernoctar al no tomar el avión, jamás había puesto objeciones al gasto. Ya tenía una presión tremenda en el pecho y era un considerable esfuerzo contener las arcadas y, encima, mantener la apariencia de normalidad de mi gesto... ¡Qué cabrón! Ahora los martillazos sobre mis sienes provenían del recuerdo de la conversación en el despacho del cabrón, perdón, de mi jefe, la tarde anterior... “Señor, oiga, señor, el maletín...” Me sobresaltó la voz del guardia y su indicación señalando la cinta que atravesaba el arco detector. Pero no cesaron los redobles en mis parietales:
-        Mira, oye, es verdaderamente importante, muy urgente y ¡yo no puedo ir, coño!
-      Pues vale, Pepe. A ver, qué hora es. Aún llego a tomar algún tren y, si no, hasta con el coche.. Como la reunión es corta, a mitad tarde o antes ya estoy aquí y puede que hasta con el informe hecho.
-      No. Cualquier día me van a preguntar qué señorito tengo en mi departamento que existiendo el puente aéreo, tira de hoteles.
-      Eso ocurre, ha ocurrido poquísimas veces, lo sabes. Pero sobre todo, Pepe, sabes que no puedo subir en avión. Y lo saben arriba también, que no soy un recién llegado ni un desconocido.
-      Bueno, pues ya vale. Esta vez dejas las mariconadas a un lado. Coges el primer vuelo. Te vuelves en el primero que haya después de la reunión (llévate la vuelta abierta) y del aeropuerto directo aquí porque pasado mañana, a primera hora, tengo que comentar el asunto en el comité. 

Y ahora, hoy, que recuerdo y reflexiono sobre mi aerofobia y los jefes, sobre aquél mi jefe Pepe, resulta que no consigo acordarme si llegué a tomar aquel avión o no. 

                                                    Luis Ramírez de Arellano
                                                    Valencia - Septiembre 2003

(DESVENCIJADO
Luis Ramírez de Arellano
-En fecha 20-01-12 para mi blog que me tiene sumamente cabreado. -Algún día se arrepentirá, cuando, definitivamente, lo mande a la mierda- (Gracias a todas vosotros -sabéis los que sois, que me habéis hecho insistir. Y si miráis inmediatos antecedentes veréis lo que me ha costado. Un besito a todos. Cada quién que haga lo que quiera con él: es regalado)



3 comentarios:

  1. DES,

    Ingeniosísimo el “toma y dale” entre los cabrones de los jefes, sólo uno he conocido que no lo era –por supuesto, el que confirma la regla-, y tu aerofobia.

    Dos miedos compenetrados en uno sólo, como buen matrimonio: miedo a caerte desde el cielo y miedo a quedarte sin trabajo por el cabrón del “Pepe”.

    Además has hecho unas descripciones perfectas de los pájaros voladores y los artefactos que pululan por sus alrededores.

    Divertido y vivaz. Por cierto, si no esa vez, seguro que en más de una ocasión has cogido a una Moby Dick del cielo y se te ha encogido el estómago como a casi todos, por lo menos a mí, sí.

    Así que, cuando no queda más remedio a por el cóctel perfecto de:

    fidalespasadosporJBooloquesebrinde.

    Ana

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  2. Ana, ya querida, mil gracias. No te imaginas lo que tu unipersonal comentario reconforta mis ganas de seguir peleando con esta "tontarras" e imbécil tecnología.
    Gracias.
    Bsss. DES. Luis Ramírez de Arellano

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  3. Sr. Desvencijado: Efectivamente tiene que ser por el "google chrome" por el normal yo tengo problemas a la hora de entrar y hacer comentarios.
    Hijos de puta, hay tanta variedad que jamás se terminara de clasificar y de hablar.

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