sábado, 7 de enero de 2012

OIGA, DOCTORCITO (Cuento antiguo)

** OIGA, DOCTORCITO **

(Largo introito o, mejor, dedicatoria luengo tiempo rumoreando por mis neuronas literarias debido al desahogo de la salida en una más o menos decente plasmación tipográfica)

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Mis lecturas se nutren, mayoritariamente, de escritores en lengua española de –como se dice- uno y otro lado del charco. Y también, mayoritariamente, de escritores VIVOS (son los que más necesitan ser leídos –digamos que por subsistencia de una vocación grandiosa y, para el lector “letraherido” y curioso, por intentar mantenerse al día de tendencias, modas y –lo que a mí más me encanta- saber de los más furibundos personalistas e independientes y que “largan” su labor y sus trabajos al margen de esas tendencia y moda; me subyugan estos escritores LIBRES; no sé si me hago entender.


Dicho lo anterior, también he de proclamar lo que está de moda proclamar (permítaseme la redundancia, si es que la hay): yo no sé si tengo mis particulares fuentes de alimentación literaria con algún, o algunos, clásicos. Si se me permite, sin fulminarme, yo no tengo fuentes de las que haya bebido ni de griegos ni de romanos (algún libro de estos me ha sido regalado por algún familiar conocedor de mi adicción lectora y, lo siento, no he podido acabarlo). Tampoco soy de los que se defiende diciendo que sí, que han leído a Joyce o los que aseguran haberse mamado la kilométrica y pesada obra En busca del tiempo perdido, del muy conocido Proust y su famosa “magdalena”, o para mí –perdóneme aquél a quien ofenda- la desquiciante obra de Kafka, del que sólo pude leer con sosiego y cierto entusiasmo su Metamorfosis; con todos los respetos y reclamando mi derecho democrático a opinar, al tal Kafca no más se le pueden leer algunos fragmentos de su obra y, entera, la ya nominada Metamorfosis. Lo demás allá cada quién presuma de su lectura (¿Falsa presunción o realidad.? Ay, cuando a alguien se le pilla en estas mentiras fatuas...). Porque en su famoso Proceso llega un momento que entre el dolor de cabeza y sus laberintos de edificios tenebrosos y paisajes urbanos fúnebres, uno no llega nunca a entender quién es el juez, quién la autoridad y ese maltraer a un ciudadano anónimo y, hasta cierto punto, ejemplar, aunque resulte ser un muerto de individuo, tristón y sin gracia alguna.


No sé, la verdad, a santo de qué me he metido en estas filosofadas baratas y nada científicas analíticamente. Puede que, tal vez, no sé, lo repito, porque la gente seudoliteraria, se deja llevar por lo “politicamente correcto”. Pero ocurre que yo no he sido reconocido ni soy literariamente conocido. O sea, que puedo expresar, literalmente, lo que me salga del pito. Es decir: Mis clásicos: los rusos, la novela cien por cien y algunos españoles también del XIX o principios del XX (Los Blasco Ibáñez, Pérez Galdós, Unamuno –poco-, etc.) Todo ello de la poco nutrida biblioteca de mi padre y, encima, cribada tanto por la censura extramuros como por la moral familiar. Además no he respirado aires universitarios que, sin duda, hubieran abierto mucho más mis miras (finales de los 50 y todos los 60 del 1900). Además (cómo olvidarme) está mi inclinación a comprar libros, intentando fiarme de críticos (no siempre, o nunca, fiables), de escritores noveles y que, encima, los publican editoriales pequeñas, libres e independientes. ¡Éstos hay que adquirirlos! ¡Y leerlos, cómo no! Se lleva uno unas muy agradables sorpresas con la labor de estas románticas editoriales y el trabajo de estos anónimos escritores que a saber cuántos miles de folios han guardado en cajones polvorientos antes de publicar, poder publicar alguno de ellos.


Todo este rollo anterior viene a cuento de que el siguiente relato que intento narrar, y que me quede, al menos, aseado, quiero dedicarlo a toda esta gente escribidora que tanto, tantísimo han nutrido mi espíritu atormentado, me han alegrado, me han transportado a mundos, como mínimo distintos, en los que he podido olvidar la mierda que es éste en el que habito, que han pinchado mi alma, que han movido mis pensares, que... en fin, ¡tantas cosas!


Pero sobre todas las vivencias que han incrustado en mi alma al leer sus obras, el primigenio motivo que ahora me mueve a dedicarles un humildísimo homenaje, es que a todos debo algo de lo poco bueno que pueda tener mi literatura. De todos he aprendido; todos me han influido; todos me han inclinado a tirar por aquí o por allá. En definitiva, de todos ellos, repito, he aprendido. Lo jodida cuestión estriba en que si he sabido asimilar toda la ingente calidad de lo leído –y lo que pienso aún leer, con permiso de la Parca- o he sido, y soy un lerdo total dado que a mis años, a pesar de tantas lecturas, y buenas, tan poca cosa he podido publicar con tan pobrísimo eco social y mediático.


Finalizando: El relato que a continuación pienso relatar (¿cómo se llama este modo literario en el que acabo de caer?), lo dedico, con toda mi alma, a todos los escritores, vivos y muertos, que han conseguido hacerme la vida más llevadera y, por encima de todo, que me han influenciado y de los que, de todos, en cualquiera de mis argumentos y frases y palabras y puntuaciones, algún buen crítico espabilado, encontrará algo. A fin de cuentas, todo aquel que escribe, ¿no se alimenta de todo lo que otros han escrito antes?


Va por ellos, por todos, y salga lo que Dios quiera.


Por si se me he ofuscado o perdido, querida gente y gentiles lectores, les recuerdo el título del dichoso relato o cuento que pretendo endilgarles, claro que siempre con su amable predisposición. Quiero titularlo así: “OIGA, DOCTORCITO”.


Pues allá voy con ello, no más.


00- Ojo, que comienzo –00










Fotografía de Abril 2011
(Si la vida tuviera esta imagen no sentiría yo tanto frío interior.
-Bien es cierto que mis semillas de hace ya tantos años, aún tenían CALOR-)



Anselmo tiene ya que muy bien cumplidos los 76 años –tacos, dicen sus nietos-. Elvira, su compañera, mujer, esposa por la Iglesia y madre de sus hijos, murió hace tres años. Más que pena, qué le vamos a hacer, sintió algo de rabia pues él siempre había previsto “largarse” antes que ella y de ese modo evitarse problemas, materiales y anímicos. Pero bueno, el hombre propone y no sé quién decide (hay muchos que dicen que Dios, como si este Ente no tuviera otra faena).



Anselmo, desde que su mujer lo hizo viudo, había desembridado su lengua. Es decir, todo ese lenguaje censurado, constreñido por deferencia (no sé si amor) a su muy querida (cariñosamente) esposa legal, se había desbocado desde el mismo día siguiente al de la incineración del cadáver de Elvira.


En vida de ella, y en los comienzos de su muy larga convivencia, a Anselmo le saltaban sueltos y díscolos los tacos. Era lo que se dice un tanto mal hablado. Desde el noviazgo ya comenzó Elvira su labor educativa sobre la lengua sucia de su Anselmo. Y sí, lo consiguió casi al cien por cien. Pero lo que corre por la sangre, por fuerza en algún momento revienta, y todavía ya rebasados los 50 y los 60 años algún estridente palabro brincaba de la boca de Anselmo. Y ella, de inmediato: ¡Por Dios, Anselmo, ¿es que todavía a tu edad tendré que limpiarte la boca con estropajo?!


(Ha sido un pequeño apunte sobre la personalidad de ambos componentes de la pareja, tan común a otras miles y miles de ellas en nuestra España y parte del extranjero.)


Impenitente e impertinente rebelde en su trabajo, llegó, cosa rara con tal carácter, a la prejubilación aún en activo. Ya libre del currelo, se acentuaron en él el mal genio de siempre, su persistente escepticismo sobre la vida, sus agrias frases sobre lo absurdo e incomprensible –para cualquier pensante mínimamente racional, decía él- de eso de nacerlo a uno a capricho -¡ojalá fuese siempre así: a capricho!- de los vivientes y que te mueran en contra de todos –o casi todos- los deseos de los humanos de los que has conseguido rodearte en la vida y a los que, mira tú, va y has logrado caerles bien y han acabado queriéndote, o apreciándote, o teniéndote cierta estima, lo que sea de apego, y sobre todos esos deseos ignorados, el principal: el tuyo. Nadie te consulta, nadie ni nada: Qué, ¿te “morimos” ya? ¡Manda cojones!, pensaba Anselmo. Y eso –seguía trabajando su cerebro- cuando te dejan vivir algo, porque hay tantos, tantísimos que sólo los nacen para sufrir muchísimo y en poquísimo tiempo diñarla, bah, esto es una mierda sin remedio y sin sentido, concluía Anselmo cerrando esa parte de sus meninges y abriendo la puerta de la evasión con el libro de turno.



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No falla, las cinco o cinco y media, seguro, se comenta a sí mismo, cabreado, Anselmo al notar esa presión, esas acuciantes ganas de ir al “meadero”. La próstata de los cojones, piensa como todas las madrugadas desde hace ya bastantes años, para de inmediato, en tanto levanta y aparta la cobija, seguir con tono severo hablándose a sí mismo: Vaya frase imbécil, coño, ¿dónde va a estar la puñetera próstata, en los pies?. Lo sacude un ligero temblor; acaba de estrenarse el otoño y su casa de siempre (le gustó tanto el pisito a Elvirita, anda que...), está orientada al Norte. Su edad no está para estos traicioneros “fresquitos” de un día para otro. Se tira por los hombros un albornoz de baño –eso de los batines “de casa” nunca ha ido con él. Ha metido la pata muchas veces en su vida al calificar en algún reducido o grande foro esta práctica de muchos –y, peor, de muchas- de “embatinarse” al llegar a casa, de horterada costumbrista, pero, sobre todo fea, poco elegante. El albornoz de marras, en cuanto se alejan los calores, lo deja todas las noches a los pies de la cama, pero a los pies, ¿eh?, es decir, tirado sobre la alfombra. Llega hasta el váter, se saca su mingamuerta y apunta bien, que luego viene esa señora que sus hijos le han colocado para que lo atienda, lave sus ropas, cuide de la casa y le haga las comiditas, y aunque ella disimule, siempre la oye reguiñar contra la mala puntería del viejo o ese efecto plomada de los pitos de los abuelos que siempre los hacen gotear, al final, delante de la taza, sobre las losas. Se apoya en la pared con una mano y con la otra sostiene la manguera, a ver si hoy la tipa esta no tiene nada que ronronear, cago en ella. Y sigue, en esa posición, esperando la micción y mascullando, ¿tendrá huevos el tema? Hay que levantarse porque te meas encima, llegas aquí y, toma, a esperar a ver cuándo le da la gana de salir el chorro... o chorrito, ¡ay, la leche que mamó esto de la vejez!.


Vuelve a la cama y antes de arrebujarse bajo sábana y manta y retomar la posición que más le acomoda –la fetal-, lo sacude otro escalofrío... No vayamos jodiendo, que a medida que pasan los años me puedo permitir menos eso de constiparme o acatarrarme o coger la gripe esa tan maricona que cada año se lleva a un montón de viejos, porque lo que está claro es que a mí no me convence Don Carlos, ¡no me da la gana el vacunarme! Y hoy la volveré a tener con él, que si vacuna sí que si vacuna no, ¡leche, tantos años como me conoce... ¡ Cierra los ojos con fuerza, como intentanto llamar de nuevo al sueño, aunque sea un poquito, rediez, que es muy pronto todavía. En la frontera del duermevela, casi entrando en la casa de Morfeo pero aún sintiendo el airecillo de afuera en el umbral, nota un cosquilleo por los bajos que, vagamente, le recuerda aquello que hace... ¿cuántos años? se llamaba erección. Incrédulo total, pero con desmesurada y esperanzada ilusión, se palpa. Tal vez algún vecino puede haber escuchado su voz estruendosa en el silencio de la madrugada emitiendo pagana jaculatoria: ¡Dios, qué imbécil viejo chocho estás hecho, Anselmo! Luego, ya casi en el desmayo del sueño, oye al impertinente ese del que nadie se puede librar (conciencia lo llaman) que, como dándole una colleja, le espeta entre los parietales: Te aguantas, si no hubieras sido tan calentorro...


El reloj despertador de la mesilla de noche, con sus toques de fluorescencia, marca las siete y media de la mañana (o sea, casi de la madrugada para los “bien vivientes”). A Anselmo se le despegan los párpados y queda rezongando lo de todos los días, de hace muchos meses y bastantes años: Nada, no hay nada que hacer, ésta es la hora en que por narices me tengo que levantar. La cama me tira. La espalda, pero sobre todo las lumbares me maltratan cosa mala de dolor. Qué bordes, en cuanto me pongo vertical y me encamino a la ducha, comienza a pasarse el dolor.


Con el albornoz puesto sobre el pijama entra en el cuarto de baño, contiguo al dormitorio, estancia que, ya ni se acuerda, fue en un tiempo cálida con el ambiente templado de un amor pujante, amor enamorado todavía, y que poco a poco fue cambiando, derivando, como rebajando la denominación de tal estancia, que en tanto su decoración y mobiliario se iban renovando no había forma de frenar el enrarecimiento del aire que allí se iba respirando, “dormitorio principal”, “dormitorio conyugal” “nuestra habitación”, “el dormitorio”. Pero él, que siempre ha perseguido tiempos cortos y largos, de minutos, horas o días de soledad (lo ha considerado siempre necesario para todo ser humano), también ha odiado siempre la soledad no deseada, la impuesta. Y da igual el aburrimiento rancio, oxidado que aireaba “el dormitorio” en vida de Elvira. No puede evitar echarla en falta, el calor que el cuerpo arrugado de ella prestaba a las sábanas, tan frías hoy, las trifulcas de apaga ya de una vez la luz, cada vez roncas más, oye, la tristeza de ver y verse la degeneración infame con que la vejez machaca a los cuerpos... Desde que ella murió, una mezcla de ira, cariñosa nostalgia y unos gramos de añoranza egoista se le instala por unos segundos en su mente, agriando su gesto, tanto al acostarse como al levantarse, todo para en cada uno de estos dos diarios actos, terminar rumiando su, últimamente, maldición preferida: ¡Ay, la leche que mamó esto de la vejez!


Vuelve a orinar. Ahora olvida la acción con la que muchos días se defiende de la boliviana o ecuatoriana o colombiana esa que viene: No limpia ni de los bordes de la taza ni del suelo las jodidas últimas gotas, o las primeras, porque eso del chorro firme ya es prehistoria y muchas veces tal parece una regadera con, encima, no todos los agujeritos uniformes. No, hoy no recuerda limpiar las huellas líquidas con un trozo de papel higiénico. Sale y llega hasta la cocina medio arrastrando los pies, con las zapatillas calzadas en chancleta. A ver, el potaje de pastillas. En uno de los armarios altos, en el primer estante, las tiene todas, todas las que durante el día debe tomar en cada momento, y por orden (siempre ha sido un poco maniático del orden, asunto en el que chocaba a menudo con Elvira y que, en sus tiempos, fue uno de tantos puntos que le ayudó a ir desmontando los tópicos típicos atribuidos a la condición femenina: “...a los hombres es que siempre les hace falta una mujer, porque es que son un completo desastre...”) A partir de la muerte de la esposa, un mes o dos después, Anselmo se dio cuenta de que de ser silencioso y callado, se sorprendía continuamente hablando solo. Tal vez, pensó, sea esto una defensa inconsciente contra ésta tan muda soledad que me ha caído encima. Es el caso que hoy, como todos los días, nada más comenzar a trajinar con las pastillas no se le oye murmurar sino hablar en toda regla: La primera, ésta tan bonita roja y blanca, protección del estómago... un poco de agua y... para adentro. Sigamos, la de la tensión, tiene narices, toda mi vida con la tensión baja, cojonuda me decía don Carlos, y de pronto... lo que no sé es para qué sigo con el mismo cuento, coño, si ya hace lo menos quince años que las tomo, menos mal que voy manteniendo la dosis, claro que a base de... bah; aquí, ésta aquí, para luego; ahora, a su lado, en igual espera, la del ánimo, antes era el famoso Prozac, ahora con la leche esa de los genéricos... ¿A ver, dónde mierda está la otra para el colesterol? Cagonlá, ya ha limpiado la chiquita esta por aquí y me las ha movido... ah, ya la tengo, no sé por qué pijo no las puede dejar, después de limpiar, tal como estaban ...


Deja el batallón de pastillas en formación de a uno, saca un yogur de la nevera (para que no esté tan frío), desnatado, y lo deposita junto a la hilera de medicamentos. Se vuelve a dirigir, con el mismo arrastre de pies, al cuarto de baño. Le da la espalda al inodoro, se levanta el albornoz, se baja el pantalón del pijama y emboca su culo en el hueco de la taza. Nota un pellizco en sus escuchimizadas nalgas: Cago en la leche, está saltando este plastificado esmaltado y no sé dónde coño podré encontrar... Bah, si es que cada vez fabrican peor. Cierta leve congestión en el rostro: fuerza, empeño, músculos del intestino en pleno esfuerzo. Plaf, se oye. Anselmo sigue sentado, con los pantalones del pijama por los tobillos, los codos sobre ambas rodillas y descansando sobre ambas palmas de sus manos, abiertas, su cabeza con expresión de circunstancias en su rostro. Hoy le viene a la cabeza, al mirar la puerta abierta del aseo, el recuerdo de Elvira, con su andar nervioso, yendo del dormitorio a la cocina, y viceversa, arreglando cosas y preparando el desayuno a la vez; jamás, en toda su vida conyugal, como él dice, lo ha visto cagar Elvira. Una cosa es orinar, estás de pie –se defendía él ante ataques irónicos sobre su pudor fuera de lugar, según la gente, en una tan larga convivencia con mujer que conlleva el inmenso amontonamiento de confianza-, mantienes el orgullo de tu verticalidad y estás de espaldas, no se muestra abiertamente una de las funciones vergonzosas que nos recuerdan continuamente la miserabilidad del humano, pero ¿el defecar, el cagar con público...? ¡Por favor! La postura, el gesto, no sé, ¡es tan humillante aun estando solo! No, hay actos que, aunque sea por pura estima, por elegancia, por educación... ¡por lo bajo y ridículo que te muestras! que merecen ser ocultados a la vista de quien sea, más cuando es la persona con quien vives y convives... Y, si hay suerte, va y de vez en cuando, te visita lo erótico y hasta follas. Al final, no lo podía remediar, estropeaba lo limpio de su planteamiento: Tú imaginate que estás a estallar, a punto de pegar un polvete con tu mujer y te viene a la mente la imagen de esa mañana en que la has visto, congestionada la cara, sentada en el váter, cagando... ¡No jodas, hombre, es que se te arruga para varios días! Mira, ¿sabes? no hay mejor antídoto para esos revolcones que te dan los riñones cuando ves en una película o en la tele a alguna actriz o tiorra más que buenísima en bolas o con muy escasa vestimenta, que imaginártela cagando.. ¡¿O no?! Es decir, que ahora, en esta terrible soledad, tan miserable, del que de buena mañana debe vaciar su cuerpo de toda la carroña sobrante del día anterior, con motivo tan rematadamente vulgar, vuelve a echar de menos a su Elvira, todo, piensa Anselmo, veas tú, por estar soltando el cuerpo con la puerta abierta.


Primero abre el monomando de la ducha para, en tanto pasa el tiempo en que acude el agua caliente a brotar por la alcachofa , él se va despojando del pijama. Maldita la hora –piensa Anselmo- en que a Elvira, su Elvirita, en la última reforma se le ocurrió instalar ese espejo tan descomunal, monstruoso, exagerado... ¡Dios, todos los días condenado a esa humillación de ver cómo avanza sin remedio tu decrepitud, tu inevitable cercanía a la finitud...! Todo valdría –no se cansa de meditar diariamente Anselmo- si tu adiós, tu extinción viniera a producirse en plenitud física y anímica, pero, bah –también epílogo diario y amargo, acaba su filosofar barato- esto es así, y te jodes, Anselmo, eso que ves en el espejo, quieras o no, eres tú o, je, je, cagüenlá, lo que va quedando de ti...Anda va, métete en la ducha y deja de “masoquizarte”.


En aquella reforma –la del espejo insultante-, menos mal que Anselmo se empeñó y razonó y discutió con su Elvirita para quitar la enorme y decimonónica bañera y habilitar una amplia ducha de plato en su sitio, muy ancha, con varios surtidores de agua por las paredes, enlosada con –según decía él- esos ladrillitos tan pequeñajos- y con varios estantes para geles y champús en los muros y algún agarradero que otro también (él, a espaldas de ella, le dijo al encargado de la obra de reforma, que pusiera “esas cosas”, de cara a su mujer, como adornos, pero le confesó que “oiga, mirusté, ya estamos en edad de agarrarnos a dónde podamos antes de darnos el leñazo padre y que la cadera se nos vaya a tomar por culo, ¿vale?” El contratista lo entendió perfectamente y apañó en las paredes unos posamanos/agarraderos la mar de monos).


Total que una vez abierta la mampara entra con toda comodidad y sin esfuerzo alguno en la ducha. Como desde afuera ya le había dado antes al monomando, ya vomita agua a la temperatura que a él le gusta. No es Anselmo ningún estrafalario en eso de ducharse, luego no vale la pena ahora describir ése su aseo diario... Bueno, si acaso, cabe destacar que pone especial dedicación en la limpiza de la poca cabellera que le queda, blanca pero, ¡coño, no “plateada”!, piensa él; un fallo, leche, sigue pensando.


Hoy le toca afeitarse. Con tanta arruga en la cara, sobre todo en las comisuras de los labios, lados de la nariz y mentón, se rasura día sí día no. Así no se hiere tanto, que los días de afeitado, cuando acaba y se limpia antes de la loción del masaje, tiene más rayas rojas sangrantes en el rostro que si hubiera pasado por un ritual indio (los del oeste americano, ¿se me entiende?) o hubiera sido interrogado por algún gordo “capone” de aquella famosa ley seca de los nacionalistas estados esos de América del Norte, sí, esos que están “unidos” y que a la primera de cambio te ciegan con su bandera, llena de estrellas y rayas,. sobre la cara. Al entregarse al penúltimo examen ante el espejo, no puede evitar el disgusto, y consiguiente cabreo, diario –que ya debería haber remitido, incluso desaparecido, de tan gastado-: ¡Cagon la leche, puta manía esta de la vejez de empezar a llenarte narices y orejas de pelos, matas asquerosas que hay que podar casi diariamente...! En fin, de una vez sale del cuarto de baño casi hecho un pincel –viejo y gastado, pero pincel- y al poco rato ya aparece, desde su dormitorio, completamente vestido (sigue manteniendo el gusto por una apariencia informal, ¿deportiva?. No sé). Se enfunda dentro de un pantalón de pana verde, calza zapatos marrones de suela gorda y de goma, un jersey color manzana “golden” por cuyo cuello de pico asoma una camisa, abierta en su último botón, de un color beis muy oscuro jaspeado de un inapreciable moteado negro.



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Aunque debiera ser más humilde en su mostrarse, en fin, más de acuerdo con sus años, no le da la gana. No lleva bastón (“aunque sea casi de adorno, hombre”, le había dicho don Carlos después del costalazo que se pegó en un día lluvioso y de aceras resbaladizas que casi lo convierten en uno de tantos viejos con la cadera quebrada). No. Él prefiere caminar despacito, pero muy erguido, con una mano en el bolsillo del pantalón, levantando desafiante el faldón de la chaqueta, y la otra mano bamboleándose de alante hacia atrás de forma indolente. Gafas de sol que no falten (sí, ya, graduadas como las otras, pero gafas de sol. Hace unos meses el nieto más mayor le dijo: “cagüen, abuelo, gafas de sol ¿armani?” “¿Te molesta, nieto?”, contestó Anselmo manteniendo su mirada al frente). Las claras, las “de ver”, que dice él, y las de leer, las lleva bien distribuidas en sus fundas entre bolsillos de pantalón y chaqueta para que no abuelten y afeen la estética de su apostura (Sí, así es nuestro Anselmo, ¿y qué?).


Hoy ha desayunado especialmente bien. Aparte del yogur, en lugar de dos tostaditas de nada de pan con unas gotitas de aceite (¡Ojo, Anselmo, no –le había prescrito don Carlos-, ¡unas gotitas y apenas sal, eh!, ah, y oliva virgen, ¿está claro?, mira que vamos bordeando el límite del colesterol...), pues hoy no. Cosa rara pero se ha levantado con ese humor que de tarde en tarde lo despertaba: Más vital, optimismo, sonrisa tonta, de esa que no consigues averiguar su motivo... En definitiva, con el pequeño zumo de naranja recién exprimida, con el que engulle el resto del batallón de pastillas mañanero, y antes del yogur, ha sacado de la nevera una punta de jamón del bueno (“de bellota, papá”, le había dicho el hijo con el que más se entiende, que acababa de regresar de un viaje de trabajo por tierras charras o extremeñas, no recuerda, y había seguido: “toma, escóndelo, que no lo vea tu hija, alias la hermana superiora; ¡este manjar no puede dar colesterol ni leches en vinagre!, ¡es pura bellota, papá!” Mientras lo escondía en los fondos traseros de la nevera, Anselmo, sin mirar a su hijo, le había comentado: “tío, como vosotros decís, de los cuadros que tengo, elige el que más te guste, ¡adjudicado!”), y de ese cacho de jamón, aceitoso, jugoso y con sus venas y lados de tocino blanquísimas con querencia hacia el rosado, por ya la poca finura de su pulso, se ha cortado dos tajadas de categoría que luego ha dejado caer sobre esas rebanadillas de pan tostado con unas “muestras” de aceite. Todavía va relamiéndose camino del quiosco para comprar la prensa del día.


En el local de siempre, posiblemente estarán hasta el moño de este don Anselmo. Y bien es cierto que así lo ha pensado él alguna vez, pero qué cojones, él consumía, y si les parece poco, leche, que se lo digan y no volverá; a fin de cuentas lo único que ganarán (¡vaya contradicción narrativa!) es “perder” un cliente diario y fiel. Está tomando lo de todos los días a la luz hoy de un sol medio enfermo, tamizado por nubes flojuchas, como neblina alta que, precisamente, causa esa timidez al sol, una infusión de manzanilla, tocada -¡ojo, eh, sólo tocada!- con unas gotas de anís. (Este bar es su preferido por estar orientado al sur -ciudad en costa mediterránea, hay que aclarar, en la que vive nuestro Anselmo-). La prensa no le dice nada nuevo hoy. Lo de siempre, que Anselmo traduce como “vergüenza humana”, del comportamiento de la especie a la que él pertenece. Sin embargo hoy las noticias de las últimas páginas le han dejado un estimulante sabor: Por fin, Javier Marías va a lanzar al mercado el, al parecer, tercer y último tomo de su trilogía Tu rostro mañana. Ya tiene una ilusión para el día: El averiguar si ya está en su librería, cuándo lo recibirán...



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Con su moderado caminar y, mira tú qué cosa (con Elvirita no aguantaba esto de los escaparates, broncas nerviosas continuas), deteniéndose a contemplar el contenido de exposición acristalada a la calle de cualquier comercio, su vuelta a casa, lógico, le lleva un considerable tiempo que, por otra parte, él no tiene en otra cosa que ocupar. A veces, acaba de examinar a fondo una exposición de artículos tras un cristal blindado y si le preguntáramos, seguro, qué le ha gustado más, no sabría ni lo que ha visto. Lo que lo tienta, lo frena y lo llama de estas muestras callejeras, es la estética, el colorido... ¡la alegría que un escaparate intenta venderte! Lo intenta, cosa diferente es que lo consiga.


Llega a casa muy poco antes de que la mucama, sirvienta, criada por horas o lo que sea, acabe su trabajo y lo deje solo (según Anselmo, “poco antes de que ésta se largue de una vez.”). Se cruza con ella por cualquier parte de la casa y, eso sí, educado de siempre, le suelta un “hola, buenos días, Paloma” (En algún momento, la suramericana se hartará y le dirá: “Ta bueno ya, ¿no, pues? Me llamo Secundina, si a usted no lo incomoda mucho”). Anselmo se enclaustra en su minúscula habitación soleada, decorada con un abigarramiento total, es decir, sin orden ni concierto, barroco hasta el exceso, en la que ha metido o colgado, le vaya o no, decore o no, esté feo o bello, cualquier cosa, una al lado de la otra (diríamos: como mezclar mierda con miel), todo aquello que le gusta, le ha gustado o en su vida ha significado algo o, en su puto presente, puede ayudarle a, siquiera, sonreír recordando. Se pone cómodo y se retrepa en ese viejísimo sillón orejero al que le da el sol de pleno por detrás. Tiene que bajar algo el estor, casi siempre. Abre el libro. “Cagonlá, ¿mira que no saber yo nada de este franchute?” (El volúmen es de Pierre Michon, y, a pesar de la traducción –cosa que siempre ha odiado en literatura- le parece que el tipo Michon, con la, esta vez, excelente traducción que estima él, es genial, que practica esa literatura escueta que en un alarde de virtuosismo envidiable, a pesar de esa economía aparente del lenguaje, consigue una prosa poética que, en coloquios informales, siempre ha proclamado Anselmo ante amigos o conocidos: “Literalmente, nunca mejor dicho, te hace mearte de gusto”). No virtual, sino realmente, Anselmo cae por entero dentro del libro que sostiene abierto entre sus manos, se escapa a otro mundo, al maravilloso universo de las letras... Si nos fijamos con ojos muy prosaicos, vemos a Anselmo, hundido en su viejo sillón de lectura aislado, enfrascado totalmente, absorbido por lo que del libro entra por sus ojos y le va llenando cada rincón de sus viejos sentires. Si lo miramos con cariño, con los ojos de una dualidad humana bien fundida, no lo veremos, físicamente; en ese sillón tan amigable habrá como un fantasma, un aura, una presencia imposible de agarrar... El hombre Anselmo, el viejo Anselmo, nuestro malhablado y cascarrabias Anselmo andará volando, flotando por el mejor de los espacios de todos sus días, de los días que le queden, un ámbito blando y acogedor, sumamente acogedor, ingrávido entre cientos de ingrávidos grafismos, dibujos que sólo su amor consigue configurar como letras, frases, oraciones... Una droga de la que no le importa, si se quiere, sus consecuencias (evadirse, irse, apartarse u olvidarse de todo y de todos, ignorarlo todo salvo ese mundo nuevo que o surge de las páginas del libro o en el que él ha caído, ha sido atrapado), pero es un tónico, un asidero del que nunca ha podido, ni puede ni podrá prescindir, lo embriaga tan dulcemente, lo salva de manera tan eficaz, con tal contundencia nutre su alma... Lo devuelve a este mundo tan asquerosamente real la voz de como se llame: “¡Señor, ¿usted no necesita no más nada?! Hasta mañana, pues. Escúcheme, don Selmo, no se me olvide, usted me mete, como siempre, unos minutitos la sopa en el microndas; luego, pues si quiere, se me calienta también el pescadito, ¿ta bien?” Anselmo, levantando la vista del libro, mira hacia la puerta de su habitáculo. Por el tono de su voz no podemos saber si la que se despide lo oye o no, pero bueno, él como que contesta: “Hala, adiós, hija, ¡ay, te meto, te meto...! ¡Y qué pescadito me voy calentando! Anda ya, mujer, hasta mañana.”.


No más de media hora después, el viejo Anselmo deja el libro, abandona su sillón enamorado y se encamina hacia la cocina. Va pensando que “la tipa esta cocina bien, pero, leches, algún día podía dejarme preparado un buen plato de frijoles fritos con arroz y plátano con su buen cacho de carne de la buena, que, creo, con variantes inapreciables, es plato extendido por sus calientes tierras, o algunas fajitas de esas mexicanas, o... ¡coño, no sé, un simple pollo frito al estilo chicano! Si es que los hijos, ay, llega un momento, en que en vez de buscar la máxima felicidad para los últimos días de sus padres, va y les da por buscar su “bien”... Ya se enterarán cuando sean viejos de esa inapreciable diferencia... ¿No será el mayor bien del que anda por el tramo final de su camino que el gozar de los mayores y mejores placeres hasta que aparezca esa puta meta? ¡Pues no, coño, que no lo entienden! ¿Creerán que lo que voy a hacer es comer? Un caldito de mierda con unas pastas flotando, un filete de pescado –no sé de cuál, de esos congelados del súper, de innombrable nombre y capturado en aguas de país remotísimo- asado, sin apenas aceite ni sal y, para el colmo de los colmos, servido tipo plato de guiris en chiringuito de costa de sol, mar, tetas, tangas y cachas chulos o maricones: el filete, con algún doradito de la plancha, para no semar con tanto blanco, acompañado de medio tomate de ensalada con, ¡lo juro, leche!, una gotita de aceite, eso sí de aceite de oro, puro virgen de oliva, si no, la mato, unas cuantas miserables láminas arrugadas de lechuga ni verdes ni amarillas, o sea, perdida su color, y unos tres o cuatro espárragos de esos de bote de cristal del súper, pequeños o medianejos y, sobre todo, insípidos. ¡Ni un miserable tropiezo de patata frita! ¿De postre? ¿Y quién tiene ganas de postre con tan poco estimulante yantar? No me han dejado siquiera en la nevera ningún miserable trozo de ese queso manchego tan duro y curado con el que, después de un bocado mesurado, me colaba un sorbo de alguno de los buenos reservas tintorros españoles que todavía me quedan y no me han “confiscado.” Él, nuestro Anselmo, de postre engulle dos pastillas más de su dosis diaria y que a veces confunde no acordándose si éstas son de la artritis -¿o artrosis? Nunca ha conseguido don Carlos aclararle la diferencia... Bueno, el doctor sí, el que no ha llegado a entenderla es él- o de un refuerzo en la toma diaria contra el colesterol... ¿o la urea? ¿o la prostatitis? ¿o la carencia de calcio? o... ¡contra la leche que mamó esto de la vejez!



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Un brusco troncharse de la cabeza, como un decidido y fuerte negar a medias, lo hace despabilarse frente al televisor que ya está dando la previsión del tiempo. Deja pasar un ratito, el suficiente para digerir y llevar a la mejor normalidad posible el estado pésimo de ánimo con que se medio despierta de esa tímida medio siesta después de ese medio tumbado con que acaba todos los días en el sofá durante la emisión de cualquier telediario de las tres de la tarde. No hay forma de que consiga ver y oir bien despierto nunca ninguno de ellos. El brinco de ese medio despertar lo sacude cuando uno o una está ya hablando y señalando en unos mapas, la mar de digitalizados, de borrascas, anticiclones y temperaturas. Pero Anselmo ya no lucha contra ello. La única solución la tendría si cambiara su costumbre de encender antes de hora el televisor, pero, se dice y proclama, “no le da la real gana, que no le sale, que cambien ellos, coño, que se den cuenta de una puta vez de esas mierdas apestosas de programas que emiten casi todas las cadenas inmediatamente antes de las noticias; marujeo, cotilleo indecente sobre privacidades ajenas... ¡vergüenza nacional”, concluye siempre nuestro Anselmo, para sí mismo o para quien lo quiera oir. En fin, es el caso, que el muy cabezón tiene que conectar el televisor cuando él quiere, cuando a él le conviene... ¡cuando es su momento! Porque para evitarse toda esa porquería de programas, como él termina su comida hacia eso de las dos y media de la tarde, más o menos, al ir a sentarse en el sofá a reposar eso que ha comido que le dicen que es comida en lugar de ranchito hospitalario de enfermo aunque no terminal si camino de “esa terminal”, debería, por veinte o quince minutos, con el mando del aparato en su regazo, esperar; pero al esperar pensaría, divagaría, recordaría, reflexionaría, recordaría, pensaría, recordaría, recordaría, recordaría, con la pantalla en negro hasta que llegara la hora del dichoso telediario. Pero no, Anselmo se dice que ya tiene bastante dosis de melancolía encima, bastantes vacíos al día que, cabronamente, en lugar de mantenerse vacíos, se llenan, se atiborran de vida pasada, buena y mala, toda, y ese borde pasado que lo posee y lo oprime, apenas si deja resquicio a futuros medianamente felices... ¡o jodidos!, pero futuros. Y es que el subconsciente, el espíritu, el alma, allá cada cuál como quiera llamarlo, manda en nuestra voluntad, ya tan ajada, en estos o similares momentos, y nos toma, nos viola, nos fuerza a esas nostalgia y melancolía, esa tristeza maloliente que aporta el conformismo, el asumirnos y asumir cómo somos, cómo estamos... ¡dónde y en qué tiempo estamos! En definitiva, creo que se habrá comprobado que lo que pretendo transmitirles es que Anselmo repudia esos “tiempos muertos” en los que su masa gris, sus neuronas, meninges o lo que sea, en lugar de echarse a descansar, les da por una actividad impropia y, desde luego, totalmente inoportuna. No. Anselmo siempre desea ocupar su mente con cualquier pensar para cortar el paso a esos vacíos, que ya de por sí, por el propio desarrollo de su cotidiano vivir, desde un sueño nocturno al siguiente, ésas que a veces, en tiempos lozanos, nos han parecido 24 horas tan cortas, ahora, tan cerca del no ser, tienen la demoledora cualidad de, aun siguiendo pareciéndonos más cortas que nunca, esconden tramos de una vacuidad de lentitud exasperante, espacio que, con muy mal estilo y peor comportamiento, aprovechan siempre el dolor y el llanto, anímicos o físicos, para invadirnos.


O sea, que ha quedado claro, creo, que lo que quiere Anselmo, nada más sentarse en el sofá después del almuerzo, es entretener sus viejas neuronas, evitarles la inactividad asumiendo colores, frases, acontecimientos, lo que sea que esa pantalla que dicen de solazamiento nos suelte. La mala suerte de Anselmo es que ha llegado a los 76 años con un tipo de formación, educación y aficiones que no puede, ni podrá jamás, ver y oir y tragar lo que esos programas llenos de carroña o estupideces mastodónticas emiten por las famosas 625 líneas o la modernísima y avanzadísima TDT. Claro, comienza por bajar el tono y desviar la mirada hacia las cortinas del balcón. Aún con la voz bajísima se le cuelan en el cerebro barbaridades y tonterías inmedibles... Termina bajando el sonido hasta, prácticamente, la mudez. Esos minutos de espera, silencioso el ambiente del salón, con tan sólo figuras, figurines, colores y colorines, escenas estrafalarias de montones de periodistas gráficos persiguiendo a alguien que Anselmo casi nunca sabe quién es, acaban por ir despidiéndolo, entornándole los párpados... Lógico, cuando brinca, la tele ya está dando el tiempo, el final del telediario. Pero Anselmo se consuela: Bueno, por la noche, como tienen otros horarios...



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Ha salido temprano de casa. La consulta de don Carlos está cerca. Pero si no quiere pasarse horas y horas de espera en una sala a reventar de parloteo y confidencias incomprensibles sobre enfermedades íntimas, operaciones quirúrgicas espantosas, consultas y recomendaciones de fármacos de unos o unas a otros y otras, de un ambiente y ronroneo, por su estridencia y forma, que le resulta sumamente incómodo y desasosegante, Anselmo procura ir pronto, aunque deba esperar media hora o más a que don Carlos salga y diga su “buenas tardes, que pase el primero”.


El tal doctor Don Carlos es un galeno de los “de especie en extinción”. Médico de medicina general (como Anselmo, de cuando joven, supo que se llamaban los que practicaban esa especialidad), luego fueron médicos de cabecera, y ahora, todavía no le ha aclarado nadie la razón exacta o científica a Anselmo, hay que llamarlos médicos de familia. En fin, historias típicas de Anselmo aparte, lo principal de don Carlos es la grandeza que transmite al ejercer su vocación y profesión de médico, a lo que hay que sumar un enorme conocimiento de lo que se llama medicina interna –o sea, casi lo toca todo y de todo sabe-, lo que ha venido en llamarse ojo clínico, un consumado dominio de la farmacopea y, por sobre todas las cosas, la calidad humana, tremendamente humana, comprensiva, tranquila y cordial de atención a sus pacientes. Aparte de su consulta de tardes, don Carlos tiene un cargo de jefe de departamento de nunca ha sabido bien Anselmo qué unidad en uno de los grandes hospitales de la ciudad, por las mañanas. Se podrían echar más flores a don Carlos, pero lo dicho sirve de punto de partida y comprensión para lo que a Anselmo más le molesta de sus visitas periódicas a “su” médico: Llenos hasta las banderas en sus salas de espera. El que lo visitó una vez, ya para siempre lo nombra “su” médico. Claro que –otra cosa que a Anselmo le revienta- es que estos llenazos lo sean en una gran, o total, mayoría de gentes maduras que caminan hacia la vejez o purititos viejos, como él. Anselmo se dice que, claro, los nervios y prisas de la juventud no soportan estas cosas, además que eso, en la juventud, pocas veces se está jodido de verdad. Una de las particularidades que más le chocan a Anselmo y que, por otra parte, siempre le confirman la altura personal y profesional de este hombre, don Carlos, vocación pura de la medicina, es que en el guirigay de las conversaciones que entretienen la espera de los enfermos, en cualquier momento salta, por parte de quien sea, el presumir de tantísimos años que conoce a don Carlos y por él se mantiene. Entonces comienza como un concurso por ver quién hace más años que “se visita” con don Carlos, incluso quién conoce más a su familia y sabe al dedillo los nombres de sus hijos y nietos. Y el verdadero estruendo del gallinero se produce en cuanto algún incauto confiesa que él es de “primera visita” porque le han nombrado mucho y recomendado al tal don Carlos. ¡Dios, la que le cae al novato! Y cómo se disparan más de la cuenta los nervios silenciosos y educados de Anselmo a quien los demás de la sala de vez en cuando miran como a un extraño, o extraterrestre, un tipo tieso y “aislado” ahí, en su silla, que en tres cuartos de hora no ha soltado ni pum. Bueno, concluyamos que Anselmo, por si no se había ya deducido, ahora se expone, es de poca sociabilidad y de mucha menos extroversión inmediata en cualquier acumulación de personas. No más apuntemos que Anselmo lleva más de treinta años de trato médico con don Carlos, con un envoltorio de casi amistad que, envarados y en exceso, tal vez, educados los dos, aún, a pesar de tantos años, no ha explotado abiertamente. Y por fin hay que decir que a Anselmo, egoista como todo viejo o niño, en palabras suyas, lo que más le jode es que el Carlitos también es viejo –aunque no tanto como él-, y como se le ocurra morir antes que él y lo deje tirado...


La señora bajita, más ancha que alta, que iba delante de él sale del despacho de don Carlos. Anselmo se levanta y marcha hacia allá. Al cruzarse con la señora bajita se alarma hasta casi pararse al escuchar la frase algo cabreada que le manda la susodicha: “Pase, pase, pero hoy no visita don Carlos, eh. Está su sobrino”. No puede ya volverse atrás. Sonriente y esperándolo en la puerta del despacho está plantado el tal sobrino. ¡Cago en los godos! Ahora, como mínimo, me tendré que tomar la tensión... ¡Pero yo no venía por eso, mierda!


Después de estrechar la mano lánguida que le ha ofrecido el sobrino, Anselmo se encuentra sentado, mesa de por medio, ante un tipo que él cree que sonríe demasiado y que le encantaría saber de qué le viene tanto contento; de tez morena, luce un leve tostado de sol en los pómulos de su rostro delgado, largo, afilado, a lo Greco. Éste debe tener “su club” en el que jugará una o tres partiditas de tenis a la semana, antes de comer, bueno no, que ahora al ser europeos aquí ya no comemos, almorzamos; el iris de sus ojos, aunque no llega, tira hacia el verde, pero su mirada no le dice nada a Anselmo, es como inexpresiva; y por fin, lo que menos le gusta del resultado del examen que ha practicado al sobrino es su pelo, excesivamente largo y con rizos en la nuca, no, no le gusta nada ese pelo; tampoco, con esa cara tan normal, como fabricada a troquel, consigue Anselmo hacer un cálculo lo más certero posible sobre la edad del sobrino sustituto de don Carlos, anda totalmente perdido, tal le parece que el sujeto igual puede andar por los 25 que por los 35, ¿quizá ya 40? Bah, concluye, en cualquier caso, joven. Y yo no me llevo nada bien con estos jóvenes profesionales por mucho que nos metieron con calzador aquel lema, ¿cómo era?, ah, sí, algo así como “jóvenes aunque suficientemente preparados” (los “jasp”, los llamaban).


El primer golpe bajo de confirmación a sus pésimos presentimientos lo recibe en cuanto el divertido sobrino echa sobre la mesa todo lo corporal que de su mitad superior puede y, con los brazos cruzados y siempre al aire sus blancos y bien alineados dientes, le habla:


- Bueno, cuéntame... ¿Cuál es tu nombre? Esta manía de mi tío de no llevar fichas...


Anselmo queda unos momentos ofuscado, como si no hubiera escuchado bien. Encima, el tipo sigue con su campechana sonrisa, su gesto de normalidad y en actitud de espera a la respuesta de Anselmo. Al fin éste se arranca:


- ¿Qué le ocurre a don Carlos? ¿Qué tiene SU tío?


- Bah, nada de particular, una gripe un poco fuerte. Y claro, a ciertas edades ya no puede, ni debe, permitirse uno intentar pasarla de pie. Nada, en dos o tres días, estará aquí sentado para atender a sus queridos pacientes. Pero bueno, a lo que importa, ¿qué te pasa, hombre? Con ese aspecto tan saludable... Ah, aún no me has dicho tu nombre.


Más que contestar, Anselmo ronronea su mal humor, sube el tono y como que se lo lanza a la estúpida sonrisa que sigue reinando en el rostro del dichoso sobrino. Algún catedrático idiota le dio el título a este cúmulo de mala educación en forma de hombre y que dice ser médico, medita Anselmo al mismo tiempo. Decide, de momento, contenerse, comportarse.


- ¿Pasarme? ¿Qué me va a pasar? Lo mismo que a SU tío. Los putos años, la mala leche que mamó esto de la vejez, eso es lo que me pasa. Ah, mi nombre es Anselmo, don Anselmo Sevilla. Y USTED perdone, si acaso, el pecado narcisista de autocolgarme el “don”. De vez en cuando me gusta, qué le voy a hacer, acordarme de que tengo dos títulos universitarios que, aunque antagónicos, me han servido tanto para formarme adecuadamente como para ganarme la vida. Soy Economista y Licenciado en Filosofía y Letras, especialidad filología hispánica. Adivine USTED con cuál pude, al final, ganarme mejor el sustento. También, aunque me joda, hay situaciones que me recuerdan que ya tengo, como dicen mis nietos, 76 tacos.


Observa Anselmo que el tipo sobrino sustituto de su don Carlos ni se ha inmutado, que parece que para él eso de la conversación, el decir y escuchar, sobre todo escuchar, o no existe o no sabe lo que es. Hubiera dado igual, piensa Anselmo, que le hubiera soltado algo así como “mequetrefe de mierda, ande USTED a tomar por detrás y cuando su muy señor tío se recupere, ya volveré”. Sí, ya está convencido, con tan corto trato, que éste es uno de esos fulanos que no ha caído todavía y, lo peor, tal vez jamás se entere, de lo espantoso, ridículo, insultante, absurdo y, sobre todo, analfabeto que resulta en un ser humano andar por la vida arrollando y maltratando con esa seguridad tan sonriente que tan peligrosísima puede resultar.


Sin haber salido todavía de sus últimas reflexiones pero, sobre todo, de ese estado como de atontamiento similar al despertar después de una noche de sueño recetado por exceso de comidas y bebidas y llamado, aun casi en plena digestión, a muy altas horas de la noche, Anselmo, descentrado todavía, como sintiéndose, no sabe bien la razón, en una situación que en absoluto cuadra ni se acomoda a sus neuronas, comienza primero a oir, y poco a poco a escuchar, la voz, ahora se da cuenta, algo gritona del joven médico sobrino de don Carlos y que mira tú por qué mala follá ha tenido que tocarle a él una de esas sustituciones. Ah –se va despabilando Anselmo-, y que parece que a éste le gusta escucharse, que, vamos, que no es de esos que paran o que sueltan la palabra cuando se debe o... Si ustedes lo vieran, ay, nuestro Anselmo muestra una expresión en el rostro de viejo imbécil total en tanto escucha, como alelado, la disertación del docto galeno. Pero aunque es consciente de ello, también, al propio tiempo, se siente incapaz de reaccionar, de recomponerse, de pensar, actuar; se ha quedado como un blandengue muñeco de trapo condenado a tragarse la disertación del tipo médico que cada vez engola más su discurso emparejándolo, aunque parezca discordante, con una entonación algo así como doctoral o paternalista, no sabe bien Anselmo distinguir este punto... Y en esas estamos:


- Es que hay veces, Anselmo –te llamas Anselmo me has dicho, ¿no?-, que merecéis unos azotes bien dados en el culo. Sí, sí. No me mires así. Mi tío, tu don Carlos del alma, también; siempre quejas por la edad, por los años, por la vejez... Pero ¿qué hubiérais querido, no llegar a estos años venerables? ¿No experimentar el ver nueva vida, desarrollo de vida en vuestros nietos; no gozar de sus risas, sus besos, sus miradas limpias? Habéis llegado a esas edades en las que todo se comprende más, se ve más claro, se atesora una sabiduría inmensa que podéis esparcir, como una lluvia bienhechora sobre vuestra familia, aquellos de vuestra manada que se despistan, que se ahogan en charcos de agua, que...


- Mire –parece desperezarse Anselmo- esos que dice usted, lo normal es que nos ignoren, que sí, ¡que nos ignoran, coño! O, en todo caso, si escuchan algo, te dan la espalda, cortándote el rollo, rezongando mientras se van: “¡Joder, con el abuelo; hoy le ha dado bien!”


- No, no y no. No estoy de acuerdo, Anselmo. Siempre, algo les queda... Oye, y por cierto, ¿por qué me hablas de usted?


Esto último que se le ha ocurrido soltar al señor médico sobrino y sustituto de don Carlos, tal parece haber sonado en los adentros de nuestro Anselmo como un tremendo timbrazo de inoportuno –o salvador- despertador. Y ocurre que a medida que cumple años, la lengua de Anselmo no se encomienda ni a dioses ni a diablos para desatarse. Con la mayor tranquilidad, enjundia y hasta prosopeya -mezclar como se quiera-, yergue el busto Anselmo, apoyando la tiesura con los brazos estirados y las palmas de las manos sobre sus rodillas. Anselmo crea uno o dos segundos de tensión una vez tomada la posición descrita al mirarlo fijamente, y fríamente, sin soltar ni pum. Al cabo, dice:


- Pues mire USTED, yo le hablo de USTED porque, aparte de salirme de los huevos, es lo que corresponde entre dos personas con estudios que acaban de conocerse.


- Pero, hombre, Anselmo, no te pongas así...


Con idéntica prosopeya, Anselmo, al tiempo que baja la cabeza como queriendo mirar al suelo, le lanza una de las palmas de la mano en gesto inequívoco de que pare, que lo deje seguir. Inmediatamente levanta su rostro y encara el del, asombrosamente, sonriente y amable que dibuja el del doctor-sobrino-sustituto. Pero no consigue lo pretendido y queda suspendidos sus gesto e intención por la verborrea que de inmediato se apresura a soltar el joven doctor. El gesto de Anselmo, ahora y después de bajar la mano y quedarse mirándolo como a un ser de otro planeta, es de asombro total. Nota cómo se cuela por sus oídos la palabrería del sobrino de don Carlos.


- Sí, insisto, Anselmo, no te enfurruñes. Tenéis que comprender, y sobre todo asumir, que a ciertas edades, los viejetes os volvéis como niños...


Anselmo nota en este preciso momento como una tremenda patada en plena próstata. Tan dolorosa e inesperada que es incapaz de reaccionar y no tiene más remedio que seguir escuchando al imbécil.


- ...claro, es por eso, que hasta con cariño se nos escapa el tuteo. Pero bueno, calma entre los dos. Mi tío, cuando lo sustituyo, sólo me dice: “¡mucho ojo, sobrino, mis pacientes, la mayoría ya amigos, son mi tesoro, mi mejor patrimonio!” No puedo permitir que alguno se me vaya enfadado o descontento. Venga... ¿estás más calmado, Anselmo?. A ver, entremos en faena, como dicen los toreros, qué te pasa, por qué has venido. ¿Quieres que revisemos la tensión? ¿Te toca análisis para colesterol y azúcar? ¿Cómo vas de la próstata?


¡Toma, en el clavo ha dado el sobrinito! Encima que de tal órgano iba el motivo de la visita, después de la sacudida terrible que ha sentido antes... Ya hasta se le ha olvidado el asunto del otoño, el inmediato invierno y la consabida discusión con don Carlos sobre si vacuna sí o vacuna no. En tanto observa al mediquito trajinar con un talonario que debe ser el de las órdenes para el seguro privado de análisis y pruebas diversas, con su perenne idiota sonrisa desparramándola por toda la mesa, por todo el despacho... ¡ensuciándolo a él! Anselmo revienta como una sacudida de orgasmo doloroso –sí, todavía recuerda algo de estas cosas-. Acuden a su mente los millones de letras de párrafos, oraciones, capítulos, novelas o escritos geniales tragados en toda su vida. Opta, si puede acertar correctamente y no mezclar parlas de los, muy queridos por él, escritores suramericanos, por dar por terminada la visita digamos que literariamente. Se levanta y se acerca aún más al borde de la mesa en cuyo lado contrario lo mira el sobrino sustituto con cara de eso, de no saber de qué va esta actitud de este Anselmo tan puñetero y que tanto debe conocer a su tío. Queda con una hoja del talonario de instrucciones levantada, mirando a Anselmo o –elijan ustedes- con expresión precavida o totalmente lela. Anselmo se abotona la chaqueta, estira de sus faldones y, muy tieso, lo mira y le larga:


- Oiga, doctorcito. Pues yo creo que, ¿sabe usted? Tal vez, cómo no, sería de lo mejor que de una vez, concha su madre, deje de ser usted un boludo hideputa, y que, en tanto se me recupera su tío de usted don Carlos, se me vaya usted a que le vayan dando. Y no más allá de en cuanto tenga noticia de la salvadora recuperación de su tío, no tardaré, a buen seguro, en volver a esta consulta tan querida que su maldito doctorado no para de enmerdar. Y aquí me despido, nada quiero de usted, doctorcito... y, por su bien, ni le miente a don Carlos que hoy vino Anselmo Sevilla. Y adiós, váyase yendo p’al carajo.



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Luis Ramírez de Arellano
Valencia, Julio de 2007


























2 comentarios:

  1. ¡Hey DES!

    Esto es, sólo, por tu prefacio, el relato en cuestión, lo leeré cuando pueda…

    Yo tampoco soy de muchos clásicos, aunque los haya leído en la “uni”, los obligados, claro.
    Teniendo en cuenta que mis años de facultad los hice trabajando y con varios años de retraso, por el mero hecho de mi necesidad de búsqueda.

    Me costaron, sangre, sudor y lágrimas… Pero lo volvería a hacer porque han sido, sin duda, los mejores años de mi vida. Hasta ahora…

    Quién sabe, a lo mejor, en un futuro cambio de opinión; “a la vejez viruela”, y la viruela es como decir: he vuelto a la juventud. Mocedad marchita en cronología y exquisita en felicidad. Lo que no pasa en muchos años, puede pasar en un día y, como soy optimista, creo que todo puede llegar.

    A lo que iba, Proust se me atragantó tras unas páginas. De Kafka leí lo mismo que tú; pensando, en cada línea, que era un caracol, que del centro iba al exterior y, antes de volar, se internaba en el mismo círculo, hacía atrás. Y vuelta a comenzar. De Virginia Woolf, “La señora Dalloway”, se me hizo interminable, aunque mi esposo dice que, cuando describo algo, soy tan minuciosa como ella; ¡cuántos ánimos recibo de los que tengo cerca!.

    Mi preferida, una novela de Victoria Holt, “La noche de la séptima Luna”. Romántica hasta la médula. Disfruté con los comics de mi primo, nada de tebeos para niñas, Conan y Thor, mis preferidos.

    Dicho esto, tengo muy claro que recibo más aportaciones de los cercanos, como tú, que de los grandes; motivo por el cual, te llamo maestro. A ti te tengo cerca, y tu lectura es fresca y actual. Me gusta… Y mañana, más.

    Los párpados me pesan como si llevara una mancuerna en cada uno de ellos. A zzzzzzzzzz.... Good night.

    Bss, Ann@

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  2. DES,

    Por fin ya he podido leer al “doctorcito”.
    Anselmo y Elvira, Elvira y Anselmo… ¡qué personajes tan entrañables!. De esos que siempre tienes cerca.

    Tengo unos vecinos que son tal para cual; ella siempre diciéndole que le va a lavar la boca con jabón, y él, un cascarrabias sujeto a su lengua suelta, su pitillo y su cerveza.

    Joder, joder, joder… ¡Qué bien retratas la vida y la mierda de la vejez!. La de todos… Porque los que llegan, y los que esperamos llegar, con suerte, pasaremos por todo el calvario que acabas de contar.

    Si no llegas, te convertirás en un mito… Pero tu vida se habrá pasado en un suspiro. A mí me caen bien los suicidas porque creo que son muy valientes, máxime cuando no sabemos si nos espera algo, después de esta vida. Ellos, eligen cómo y cuándo fenecer…

    Sí, tenemos una esperanza de vida de, no sé, ochenta y tantos años, pero cuantos “mochuelitos” en sillita de ruedas de noventa y tantos vemos pasear con la ecuata, boliviana o de dónde sea. la chica/o que te hace la cama, te asea y lo que haga falta, si la paga te llega… de lo contrario al asilo y te aguantas.

    Y yo me pregunto ¿qué es mejor, vivir hasta los setenta y tantos “guay”, lo que incluye pastillitas de colores próstatas-cistitis-colesteroles-menos”pausias”-tensiones y miles de etc… más, o lo que quiera que Dios y tu cuerpo serrano te eche encima. Como le dice Sam Shepard a Noriega en “BLACKTHORN”, un Westerm decrépito muy bueno, demasiado, para estar signado por un español, que ya sabemos que como mucho sacamos alguna que otra “CELDA” de vez en cuando y, el resto ”pa” Torrente. ,“Tienes el culo más blando que un contable”.

    Pues de ancianito/a tienes el culo y el resto de lo que te queda, blando y como una pasa. Es una mierda verte como dejas de ser tú, cada vez que te miras en el espejo, hasta llegar a no reconocerte. Lo he viví con mi madre; fíjate, un día, en sus últimos años, estábamos plegando la ropa y me dice:

    –Ay, no me acuerdo como se pliegan los calcetines –el estómago se me encogió y me dolió tanto el alma que casi rompo a llorar. Me contuve-.
    -Mami –le dije- no te preocupes-, tú me enseñaste a mí. Ahora yo, te enseñaré a ti.
    O quizás, cuando la veía, mirándose al espejo –desconcertada, como diciendo ¿quién es esa que me mira y no conozco-.

    Si no, cuando no llegaba al lavabo. Literalmente: ¡es una mierda!. Sin quejas, solamente con verdades.

    De los jóvenes, que decirte… muchos, que no todos –por supuesto-, con sonrisas arrolladoras o rostros inescrutables, van de un “sobrao” que te da por todos los lados. Justo la semana pasada sufrimos, mi esposo y yo algo similar en el centro médico con la sustituta de turno: lo que más me crispa los nervios, es que te miran como si estuvieras gilipollas y que no se inmutan por nada, ¡qué asco!. Seguramente que Terminator sería más humano.

    ¡Ay, la leche que mamó esto de la vejez!
    Me ha encantado. Gracias. Bss, Ana

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