viernes, 15 de octubre de 2010

FOGONES MONACALES (a ver si final...)

Fotografía de Mayo de 2003

VILLASANDINO, norte de Burgos, hacia León,
yendo desde PALACIOS DE BENAVER, Monasterio
de Monjas Benedictina, donde nos hospedábamos,
hacia CASTROJERIZ –pleno Camino de Santiago-

Es común en la Castilla que tanto amo, que el
horizonte que te señala algún punto habitado, lo haga,
primero que nada, con las almenas de las torres del homenaje
de algún castillo más o menos mejor conservado o en ruinas,
o alguna espadaña o cúpula de enormes iglesias, éstas, por
lo general mejor conservadas y hasta aún útiles para el
culto con, según la época, las perfectas obras de construcción de los nidos
de las cigüeñas, silueteadas allá en lo alto por los claros
cielos o compactas nubes blanquísimas de los cielos castellanos.

(Aquellas raíces de escalas sociales, nadie se engañe, son la se-
milla de nuestra actualidad: El señor feudal edificaba su castillo, para lo cual precisaba un porrón de mano de obra miserable que primero
acampaba a unos 50/100 metros de la obra y luego levantaban sus casuchas –muchos comenzaban a trabajar allí y allí morían-. Lo mismo
con las iglesias –O Iglesia o Dinero, real o feudal, ellos se repartían
el Poder-, los demás, el pueblo harapiento, el servicio, los artesanos…
sólo eran escalones por lo que subían Poderes o Iglesia o alfombras algo mugrientas para limpiarse el barro de sus peleas o cacerías o romerías y procesiones acompañando a algún reo de herejía)


No quiero hoy ya perderme por más ramas.

Tal vez por la bondad de las materias primas que he citado, los guisos levantaban a un muerto y siempre en aquellas calderetas, sobraba, aunque el hospedero en tanto, en pie o sentado junto a nosotros, charlaba de lo que fuere, siempre nos ofrecía más.
Nunca como primero o entrante, la ensalada. Normalmente de tomate, cebolla y otras verduras que yo empecé a conocer en estos lugares.
(Ya debo hacer un pequeño alto para hacer saber o aclarar que una de las grandes ciencias que se estudiaba y practicaba en los monasterios, era la de saber, y saber aplicar, las muchísimas o pocas virtudes que poseen las puras plantas salvajes del monte y las cultivadas por el hombre, y obtener el mejor beneficio para la salud del cuerpo del conocimiento exacto del maridaje entre ellas y sus posibles apliques medicinales. Cogí, en la mala época, tal escepticismo, que no sé si hoy, en estas abadías, todavía uno o dos monjes se dedican a estos estudios, o sencillamente compran latas de fabada Litoral y cajas de Aspirina )
Así, por la parrafada entre paréntesis, conocí y empecé a adorar el sencillo guiso, algo o poco espeso de los platos de lentejas con arroz.
No se conocía en mi más cercano entorno familiar al menos esta mezcla debidamente condimentada. El arroz por su lado y las lentejas por otro. Pero es que allí me enseñaron su razón: El arroz, casado en guiso con las lentejas, ofrece a éstas la gran ventaja de que su hierro es mejor digerido y asimilado por el organismo humano. Encima, ellos casi nunca coloreaban el caldo con chorizo o trozos de jamón. Era lo que se suele llamar un plato viudo, es decir, sin carne; sí con patata y verduras. Y por encima de todo es que sabía a gloria. Nos daba algo de vergüenza que nos tomaran por tragones, pero ninguno se conformaba con servirse el primer tímido plato.
Como en estos cenobios tienen su ciencia, va y de pronto, si el primero había sido un guiso normal (eso sí, siempre exquisito), pues el segundo era una caldereta que ellos llaman “paella”, que, por supuesto, no se parecía en nada a mi paella valenciana, pero, insisto, no sé qué arte tenían, porque a veces no viendo más que algún despistado trocito de carne y verdura en mayor cantidad, aquellos arroces tenían un sabor increíble.
Ya te encontrabas algo hinchado cuando te servían un cuenco lleno de ensalada, como, en teoría, último plato. A mí esto me despistaba bastante dado que en mi ambiente familiar la ensalada era, y sigue siéndolo, lo primero que se deposita al centro de la mesa.
Pues bien, gentes amigas, cuando me recitaron todas las propiedades de la humilde lechuga, en todas sus variedades, creo que puse cara de tonto. Comprendí la razón de que en las cenas un buen plato de lechuga fuese lo último: Entre sus múltiples beneficios para el organismo, resulta que es un fantástico tranquilizante para coger bien el sueño.
Vale. Pues en las comidas, todavía después de la comentada lechuga, o fruta (de sus frutales o comprada) o los días felices en nos aparecían con flanes de su propia cocina o arroz con leche idem.
Ya lo he dicho, carne poca y algo de pescado. Pero, tengo que insistir, excelentemente condimentado.

Me lo temía. No hay forma de acabar. Me quedan las maravillosas monjas, de las que apenas veíamos y saboreábamos el producto de su trabajo de cocina, y, como guinda, una buena anécdota, para la que yo os preparo:
Los monjes hacen voto de pobreza, sí, pero ojo, NO la Comunidad, que para eso tienen un monje “ecónomo” que se ocupa, bajo las órdenes del Abad, de comprar, vender, administrar sus bienes, invertir si procede, etc., etc. Es de justicia aclarar que cuando a un monje se le cae de espejeante el hábito, la comunidad le compra uno nuevo, así como que paga el Monasterio todos los gastos de Sanidad de toda la comunidad, desde las simples Aspirinas nombradas hasta unas gafas nuevas. Hay Monasterios, verdaderamente ricos, lo niegue quien lo niegue.

Lo siento, me autoemplazo para otro día.


DESVENCIJADO
Luis Ramírez de Arellano


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