martes, 12 de octubre de 2010

FOGONES MONACALES


Fotografía de Mayo de 1987
Desde el balcón de la habitación/celda que me asignaron en el Monasterio Cisterciense de VALVANERA.
Levantado durante el románico, en una de los grandiosas laderas, reventonas de verde, que cierran un estrecho vallejo por cuyo fondo serpentea un cantarín riachuelo (cuyo nombre tendría que consultar, y ya saben...) que imaginé mucho más ruidoso y caudaloso en épocas de deshielo.
Enclavado en plena Sierra de la Demanda (Cordillera Ibérica), con parte importante que hace frontera natural entre La Rioja, Soria y Burgos. (Mareante la carretera, muy hermoso el paisaje).
Los Cistercienses, como ocurre u ocurrió en muchas órdenes monásticas (monjes y monjas) son una escisión de los O.S.B. -Orden de San Benito - Benedictinos, cuando en un momento dado, un grupo de monjes, animado por alguno más lanzado que no sé quién fue, consideró que la disciplina primigenia del fundador se estaba relajando en sus normas (comenzaron a llevar hasta calzado más cerrado y calcetines -tiene huevos eso de querer ir con sandalias con los pinrreles desabrigados alimentando sabañones... Hay gustos para todo-). Además cambiaron el habitual hábito negro del benedictino por el blanco. Uno, influido por sus lecturas, cómo no, tiende cada vez más, al estilo de Juan José Millás, a buscarle punta algo surrealista a cualquier tema; entonces, pienso, ¿no elegirían el blanco como color de mayor pureza y menos lutos? En el blanco, la mancha, la falta, se nota enseguida. Sobre el negro lo que más destaca son los brillos de la tela que acumula por los años de uso... y vaya, brillos he visto como espejos. Eso sí, en nada o muy poco se diferencian en liturgias y rezos y horas. El orat et labora no lo han cambiado, salvo puede que, tal vez, en los maitines se castiguen madrugando aún más que los de negro.
Bien, vayamos ya al asunto principal.
Lo primero que debo aclarar o informar es que en mi época, ya lejana, de visiteo y hospedajes en Monasterios, todo era "más verdad, más auténtico, más puro, más natural..." En todo ello incluyo, claro, la materia prima con la que cocinaban sus sabrosísimos guisos, potajes, verduras, legumbres, algo de pescado y poca carne. Y a esto contribuía el que el cocinero era normalmente o un monje o un lego con sapiencia para los fogones, y esas materias primas eran de sus propias huertas, pequeñas piaras, muy poco vacuno, leche de sus establos y hasta en algunos casos, huevos y carne de pollo de sus propios criaderos que alguno explotaba como grandes granjas. Comían ellos y huéspedes y comercializaban el resto, que no era moco de pavo.
Gentes cercanas al grupo más o menos habitual que una semana al año nos largábamos solos, sin mujeres, de Monasterios, no conseguían quitarse la mosca de la oreja. Tampoco jamás ninguno de nosotros pretendió ni explicar ni convencer a nadie. Sabíamos que íbamos a ir conocienco Castilla, León, Navarra, La Rioja... poco a poco, a base de hospedajes en estos monasterios, limpios, baratos y con una comida extraordinaria; aparte, claro, del buen ambiente entre nosotros y acudir a algunos rezos. Los que no conocen esto, no pueden ni imaginar el relajo que te inunda al escuchar un coro de voces de piedra y agua entonar salmos y oraciones en puro gregoriano, aunque no entendieras nada, sólo sentir que la salmodia se te metía en la sangre.
Toda esta bondad se terminó, como todo lo puro y bueno. Comenzaron las Abadías a llenarse de abades con carreras y masters (ejecutivos más que humildes monjes). Faltaban vocaciones, claro. Los cocineros con amor fueron sustituyéndose por profesionales con sueldo. Arrendaban huerta y explotaciones ganaderas... La atención y el cariño de acogida se iban sustituyendo por un "toma la llave de la celda; no sé si podremos charlar..."
Las libertades para el hospedado -está en el Reglamento de Orden de San Benito-, quizás por cubrir la falta de vocaciones, hicieron aparecer padres hospederos que sutilmente te hacían mención a que no bajabas a laudes, que no te veían en misa... Un coñazo.
A uno de los rezos, yo al menos, no faltaba nunca: Completas, oraciones de canto gregoriano, el templo casi a oscuras, poco antes del retiro obligado a tu habitación, que eran -supongo seguirán igual- una melodía maravillosa que se me metía adentro más que otros cantos. Ya en la habitación y metido en la cama, apenas podía leer un cuarto de hora, me dormía como un bendito, como si fuera bueno o santo de verdad... Xe, una maravilla.
A estos deterioros, en los que con mi experiencia, podría extenderme en anécdotas que descubrieran mi lado zafio y el oscuro escondite de mi ruinidad, que explota cuando se siente traicionado, decía, a todo este poco o nada atractivo panorama para seguir visitando estos fantásticos monasterios -casi todos de nuestro enorme arte románico- se unió el escape a reacción de la poca Fe que me quedaba y que a veces conseguía entreverla de nuevo en estos refugios que han acabado convirtiéndose en plazas públicas.
Como es normal en mí (defecto a corregir), con el preámbulo se me agotó el tiempo. No pretendo dejar el tema colgado. Procuraré esta misma tarde largar sobre el motivo principal de esta entrada.
(Creo que merezco perdón si confieso que estos años míos de visitar Monasterios y mi estancia en ellos con amigos -alguno jodidamente desparecido- fueron de los pocos buenos de mi vida. Ojo, dos o tres meses de año, no vayan a creer. La preparación del viaje, la propia estancia y el poso que me quedaba que, por más que lo intentara, no conseguía alargar mucho).
A ver si hasta luego, buenas gentes.
DESVENCIJADO
Luis Ramírez de Arellano

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