lunes, 3 de octubre de 2011

COMPRENSIONES ROTAS



...DE COMO PUEDE NACER UN CUENTO...





Estaba yo en un bar de los muchos de la capital que ofrecen para
almorzar (almorzar en España, en español: más que un tentenpié un "tentebientieso") unos bocatas de regenerar vitalidades algo derruidas. Éramos pocos (¿tal vez cuatro?) , nada de huestes ni aglomerados vociferando tonterías a cada momento. O se nos van acabando amigos o acompañantes o, a la vejez, vamos eliminando a gente de nuestro contacto a la que siempre hemos sentido insoportable pero con ánimos para estar y aguantarlos a nuestro lado. No, ya no… Es una de las ventajas –puede que la única- de la vejez: ¡El poder elegir ya de una puñetera vez tus compañías! Pero hay uno de ellos, ay, que de vez en cuando o muy a menudo se nos desmanda (y, por desgracia, es a mí a quién más pone a parir con sus ideas que, eso sí, nunca se priva de proclamarlas).

Yo hablo poco, pero mira, me cogió a mí, entre bocado y trago de vino, comentando cosas del pueblo manchego al que, con casa alquilada, me escapo cuando puedo desde hace ya más de diez años, y en el que me siento bien acogido por la gente, y a menudo, hasta siento su aprecio.

Hablaba de las particularidades de la gente con la que más me trato y almuerzo casi todos los días. (Por cierto, al ser la época, diariamente, uno u otro aportan al almuerzo pepinos o tomates o cebollas, oigan, hermosos de verdad de sus propias huertas que recogen poco antes de venir. Hay que tener paladar para poder saborear productos de estos que los comes con el frescor, todavía del rocío, sobre sus carnes y… ¡qué buenas semillas tienen, rediez, para hacer brotar de sus terruños estos verdaderos manjares!)

- Es gente dura y trabajadora –decía yo-, llevan en ellos la aspereza del mucho secarral de estas mesetas, del entorno donde han sido paridos. Pero nobles, buenos; no les vayas con dobleces que… Hay algunos, y a días, que te hinchan a tacos de los fuertes y blasfeman como si escupieran, oye.

- Tacos, vale –intervino el pusilánime- ¿pero blasfemar? ¡Parece mentira! ¡Qué falta de respeto y de educación!

De momento se me atragantó el bocado que iba ya, más o menos, por donde mi nuez. (Yo aprecio bastante a toda aquella gente).

- Oye, fino de los cojones –le comenté- tú TIENES CONCIENCIA, o mucha o poca de lo que es una blasfemia, porque te lo han enseñado y marcado a fuego o a guantazos, pero no has vivido, ni nacido, ni criado en el paupérrimo ambiente de la posguerra incivil española en una ruralidad abandonada, sólo llena de yugos, flechas y azules.. Para ellos, simple y llanamente se trata de que no saben o no encuentran desahogo más fuerte más allá del muy gastado hijoputa…

El pusilánime parecía invadido por una tremenda ofensa, aunque, al tiempo que largaba sus entrecortados sermones, seguía cazando buenos trozos de tortilla de patata que se salían del bocadillo…

Sólo dije, queriendo concluir: “vale, oye, déjalo estar” (había recordado de pronto también su cualidad de meapilas extremo y adorador de sotanas y faldas papales)

Pero una ira dura e insistente ya no me dejó saborear el resto de bocadillo porque, al tiempo que tragaba sabrosos bocados, éstos se cruzaban a trompazos con palabras atropelladas que subían hasta mi cerebro queriendo componer oraciones, frases… (¿obedecía este fenómeno a mi intención de forma voluntaria o a mi cariño por esta gente, insultada tan injustamente; quería justificar con palabras de justicia lo injusto de esa falta de comprensión, de empatía -el peor mal actual de los humanos-?. Entre otras o muchas cosas se me apareció la imagen de estos hombres en un festivo, bebiendo unas cervezas y hablando con los demás en el bar, vestidos con ropa limpia, más cuidada que la de diario, rondando las siete de la tarde… (¡sólo se permiten, muchos de ellos, la fiesta en domingo por la tarde!)…



Y el cuento comenzó, apenas sin mi guía, a pergeñar sus escenarios, su estructura, sus personajes; como tomando notas de un guión que más tarde debería ser algo (¿cuento, novela corta, novela, poesía…?)…

Al rato me dijeron todos: “Estás muy callado, ¿no?” Dije yo: “Sí” (Me pareció muy presuntuoso el repetirles la frase del grande García Márquez a su madre en un viaje de su adolescencia con ella sobre una barcaza que, por río –no recuerdo cuál- los trasportaba a otra localidad, cuando ella le pregunta: “Hijo, ¿en qué piensas, tan callado?” “En nada, madre, estoy escribiendo”) Ni me hubieran entendido y, otra vez más, me hubieran considerado o raro o imbécil.



TÍTULO: "NADIE ELIGE NI DÓNDE NACE NI CÓMO SE DESARROLLA"






El ambiente pintaba de un tono azulado. Lo daba el tenue humo que desprendían los tizones, casi apagados, de la chimenea; se sentía un débil calorcillo, con olor a pino, piñas con menudas y alegres explosiones, carrasca, las mil hierbas secas del monte, leños viejos de vides, se escuchaba como el borboteo de un hervor…


¿Se habría cumplido la hora de las 5 de la madrugada?


No era pequeña la estancia, con una mesa de respetable dimensiónes en el centro, de madera y acabado rústicos. Dos puertas endebles en medio de dos tabiques de irregular acabado de adobe de un resplandeciente encalado. Algunas fotografías enmarcadas con modestia, en blanco y negro, de rostros si no nobles desprendiendo honradez y huellas de vida dura, de trabajo. Alguna amarilleaba.


El hombre, vistiendo un grueso jerséi y una acolchada zamarra colgada de su antebrazo, entró en una de la habitaciones y zarandeó bruscamente los bultos, silenciosos y quietos como muertos, de dos cuerpos.


- ¡Cinto, Teria, arriba, coño! No se nos eche encima la amanecida!


Los bultos, aunque antes como muertos, por lo visto, sabían de qué iban aquellos empellones. A los pocos segundos, en pie y temblequeando, se ponían ropas encima de aquellas con las que habían dormido.


Cinto –apenas cumplidos los 9 años- dijo entre bostezos: “Cada día más pronto, padre, joder”.


El padre no más se volvió y lo miró. (Qué mirada sería). Cinto salió de la habitación detrás de él sin soltar ni pum y con la mirada por los suelos.


En la sala grande de tono azulado, allá en el rincón, una mujer, la mujer, la madre de Cinto y Teria descolgaba el pucherete lleno de leche que hervía sobre los rescoldos, aún humeantes, de la noche anterior en la enorme chimenea, cuyo hueco podía dar cabida a tres, cuatro, ¿cinco? hombretones.


Servida en unos tazones sin asas, enormes, la madre los apremiaba:


- Venga, venga. Que os entre algo de calor. Y padre está esperando.


- Coño, madre, ¡es que hierve!


- ¡Cinto, deja la lengua de tu padre!


Sonó el vozarrón del padre: “Cinto, coge la escopeta y unos cuantos cartuchos…”


-¿De noche, padre? No se pue…


-¡Te he dicho que cojas la escopeta, rediós! ¡Y a ver si acabáis de una vez, cagonlavirgen. Ah, tú, guacho, no la montes ¿eh? Abierta y sin cartuchos en los cañones, no la vayamos a joder… ¡Y tú, Teria, arreas o no!


-Sí, padre –susurró Tería con media lengua abrasada.






El padre a buen paso; detrás, siguiéndole envueltos en una nube agitada de vaho, el respirar pasado a vapor por el frío de la noche de cercana amanecida, Cinto de 9 años y la Teria de 8. Buenas botas sí llevaban. Compradas en aquella “Segarra” destroza pies. Tan sólo se escuchaba el ruido de la escarcha al quebrarse cuando la pisaban. Noviembre en sus primeros 10 días.


Llegaron al cuadro, regular de dimensiones (no llegaría a 800 m2) del terruño más querido y cuidado por la familia entera. El cielo raso total sobre el inmenso llano hacía brillar el azulado/violeta de las flores del azafrán y llovía un helor de dejarte tiesos huesos y carnes. Cinto y Teria se calaron unos gastados guantes de lana gorda que dejaban las puntas de los dedos al aire, a merced del helor del ambiente y de las flores del azafrán.. Todavía en algunos surcos no había reventado el bulbo. Una buena y cuidada cosecha no es que suponía sino que era más de la mitad del sostenimiento anual de la familia. Con el azafrán, bien mercadeado, junto con la matanza del cerdo, iban aviados sin apreturas; hasta los parientes de la capital: “¡coño, me cago en ellos, mucho los de pueblo, la familia del pueblo y que tal y cual y su padre… pero bien que tragan patatas y nabos y verduras “d’estas”, por sanjudas!”, ronroneaba el padre a menudo procurando no ser oído por la mujer.


- ¡Vale ya, guachos, va bien ya, mañana lo terminamos! Tería, lleva con mucho cuidado todo esto a la madre, que lo vaya extendiendo sobre la mesa… Bah, ella ya sabe de sobra. Tú, Cinto, vente conmigo.


Pocos metros más allá, la familia tenía, más o menos, unos 300 m2 de pura huerta. Patatas, garbanzos, legumbres, verduras; todo lo que la época les permitiera sembrar.


- Despacio, Cinto, ¡y sin ruido!


-¡Puta madre, exclamó de pronto Cinto!


-¡¿Qué te he dicho, hostia?! –fue como un grito susurrado del padre.


- Lo siento, padre, no se qué me he clavado en la pierna.


-Dile a tu madre, coño, que de una puta vez te haga los pantalones largos. ¡Y calla ya, ¿vale?!


-Quieto aquí –ordenó el padre- El padre como que husmeaba y comprobaba de dónde venía el viento. -¡Sí, aquí, aquí el hijoputa no nos olerá de lejos- Se agacharon tras unos zarzales.


-¡¿Pero qué pasa, padre?!


-¿No ves cómo está el trozo de las patatas?


-¡Hostía, sí!. Está medio “echao” a perder y “to” removido.


-¡No tengas mala lengua, Cinto, joder! Un gorrino cabrón nos visita noche sí y otra también, el muy… ¡Cóño, que se está comiendo la mitad de nuestros pucheros! Hala, monta la escopeta y métele dos cartuchos. Y callado ya como muerto.


-Padre, me estoy meando y tengo un buen pedo a punto.


-¡Cagondios, Cinto! Revienta por dónde quieras pero te aguantas, si el gorrino nos huele antes se va a otro pueblo que se arrima por aquí.


Quietos y acurrucados, padre e hijo, esperan –esa es su esperanza- que aparezca el jabalí. En un momento dado, el padre, con un grito sofocado se dirige a Cinto:


- ¡La hostia, Cinto! Lo estás soltando poco a poco. ¡¿Qué cojones nos dio madre anoche para la cena?!


Con un hilo de voz responde Cinto: “Algo de coliflor y alubias, padre”


-Joder, guacho, ¡pero tú las mueles de puta madre!... Bueno, espero que el marrano no huela a personas sino sólo a pedo, que puede ser de cualquier bestia de por aquí.


Se sucedió un rato de silencio total. La amanecida, aunque apuntaba, todavía no daba para el gorjeo y alegre despertar de estorninos, ni se veían los lejanos humos de las chimeneas recién prendidas con buenos leños de almendros, pinos de la cumbre cercana, cepas de las miles de vides, su fruto, fuente de alegría, ya vendimiado.


-¡¿Oyes?! ¡Ni respires, guacho, dame la escopeta!... ¡Míralo, el hijo de la gran puta!


A Cinto se le cortaron las ganas de mear y se le cerró el escape de humores de la cena de la noche anterior.


Un jabalí, bien adornado de unos colmillos que relucían, no del todo crecido pero de buen tamaño, entró en el patatal y enterró el morro en la tierra… removía y comía, removía y comía… El padre como que rezó con la culata bien ajustada al hombro y los cañones bien dirigidos: “Te vas a joder a otra familia, cabrón”


Con dos estampidos muy secos con los que ni siquiera se alborotaron los pájaros, el marrano ni se movió, ni dio un paso más, cayó de lado como un tabique de albañilería minado por su base.


Cinto quedó mudo, con una enorme sensación de admiración por su padre que, como fuera, defendía la supervivencia familiar. Al padre, la mudez le vino del tremendo orgullo de haber acabado con un enemigo muy peligroso para los suyos.


- Padre –se arrancó Cinto- ¿y el forestal?


-Ése pasa más hambre que todos: Le damos el marrano y un saquete de patatas y se va saltando ciego y sordo.


- ¿Y los civiles, padre? –insistió Cinto.


- Esos duermen aún. Pero mira, guacho, buen apunte. En ese zarzal tan enorme de ahí, vamos a meter al gorrino y la escopeta. Mañana, a buena hora, cojo el carro y vengo. Hoy, Cinto, hemos empezado bien: Hemos salvado nuestras patatas y vamos a comer unos asados de gorrino de puta madre. ¿Hay en el pueblo alguien que los cocine mejor que tu madre?


-Otra cosa, padre. Voy a llegar tarde. ¿Qué hora es?


- ¡Hostia, Cinto, tarde a qué, si está amaneciendo! Si no ha llegado el maestro, seguro. Aunque viva al lado, mira.


- Padre, pero es que lo primero que hacen, casi antes de las ocho, es la misa. Y el cura se pone a parir si falta alguien.


- ¡Pues dile al cura, de mi parte, que reparta las hostias un poco más tarde!


- Vale, todo lo que quiera, padre, pero si me coge llegando tarde a su misa, yo me llevo DOS hostias, la de la boca y otra más gorda en el carrillo.


El padre comenzando a caminar para la vuelta, murmura aunque Cinto lo oye: “¿No le daré las hostias yo a él algún día? ¡Nos ha “jodío” el fino de la sotana!” Levantó algo la voz: “oye, guacho, a tu madre ni puta palabra de lo que digo del cura, ¿estamos?”.






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La vida de Jacinto – Cinto- a duras penas iba creciendo de esta manera, hasta que una noche, ya muy tarde y arrimados a la chimenea, el padre y la madre –ella gimoteando y con los ojos acuosos, él masticando con rabia medio caliqueño, cerraron el acuerdo: Cinto no podía seguir en el colegio; hacía falta su concurso, su trabajo, sus esfuerzos y sudores en la casa; a Quiteria –Teria- la podían colocar en la “Casa Grande”, rodeada de miles de viñas, olivos, almendros y no pocos frutales. Crecían y los padres solos, cada uno en lo suyo, no llegaban. Además, al padre, en las buenas fincas o en unas incipientes pero de vigoroso nacimiento de pequeñas construcciones, no le daban trabajo: estaba fichado: un año en la cárcel por rojo al término de la guerra incivil.


A Teria la aceptaron enseguida en la casa grande; era seria en el trabajo pero de constante sonrisa, grácil y apuntaba a futura cosa bonita de mujer. Eran buena gente esos señores; ya tenían esas propiedades antes de la guerra y daban empleo a muchos del pueblo; así seguían ahora (Por la defensa de más de medio pueblo, se libraron de los tremendos y desordenados fusilamientos, sin ton ni son, del principio de la guerra). Nunca, por norma, no siempre corrompen ni los colores rojo o azul ni el tener dineros.


Cinto, de buen carácter y entregado a lo que le mandaran, tanto retejaba una casa, como podaba almendros u olivos, como que se machacaba los riñones en la vendimia que fuera adonde era contratado; eso sin dejar nunca de acompañar a su padre en las épocas en que se levantaban las vedas (Torcaces, liebres, conejos, perdices, codornices y, oh, gloria, cuando con ley o sin ella, llevaban un buen gorrino a casa. Madre seguía siendo la mejor del pueblo en cocer esa dura carne hasta convertirla en bocados para viejos sin dientes)


El padre, todavía soltaba más aún su procaz lengua. O sea, que entre los dos, padre e hijo, podían acabar cualquier día con toda la corte celestial con su Jefe a la cabeza.


Cinto hasta probó escapadas a la vendimia francesa. Sí, más perras, buen trato y acomodo digno… pero, ¡le tiraba mucho el pueblo! “¿Para qué mandangas me sirven a mí cien duros más? ¡La hostia, si aquí se vive de puta madre y allá no saben ni lo que es el cerdo de orza llena de nuestro aceite; cagondios, esas morcillitas, esos chorizos, esas chuletas! ¡”S’apañen” los franchutes con sus uvas!


Cinto con 11 años recién cumplidos; Tería con 10, dejaron el colegio.


Pero el maestro, con unos años ya ejerciendo en la república, no se resignaba a perder cada vez más alumnos.


Andaluz -de Jerez y viviendo allí- y represaliado, bastante tenía con poder combatir la terrible sequedad de los fríos de esta meseta manchega. Habló con el padre, habló con la madre, habló con Cinto y con Teria: Los dos hermanos, por empeño puro del maestro, mal que bien, acabaron conociendo la escritura, la lectura y las cuatro reglas. El Maestro les dejaba libros y pequeñas tareas; los sábados, sólo durante hora u hora y media se veían con el Maestro en casa del último. Pasados unos años, el padre tuvo que tragarse muchas maldiciones al ver que su hijo, el Cinto, le leía cosas oficiales que recibía del Ayuntamiento u otras cartas de la familia de la capital o de donde fuese. Tragaba contento y caliqueño a la vez a puros bocados. La madre, por la comisura de los labios, algo estirados por la sonrisa, sorbía alguna lágrima: “¡Dios mío, son mis hijos los que están leyendo!” El Maestro, todavía en el pueblo, pasados algunos años, saludaba al ya casi mocetón Cinto:”¡¿cómo llevas tu lengua?!” Cinto se la enseñaba: “¿Acaso no está limpia, maestro?” “Recórcholis, ¿aún no te has aprendido mi nombre?” “Perdone, don Antonio, es que me gusta más eso de ‘Maestro’. Antonio lo es cualquiera, ‘Maestro’, no”.






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Jacinto casó con una guapa y dura hembra del pueblo, a partir de cuyo momento, ya con una responsabilidad que no conseguía analizar pero que sentía, hasta probó emigraciones a Francia (industria del automóvil). Alemania, industria de lo que fuera: el sólo se pasaba unas 9/10 horas acoplando un tornillo especial en no sabía qué en una cadena de montaje de tampoco sabía qué. Pero las morcillas de cerdo de la orza del pueblo martirizaban sus añoranzas. La verdad, había veces que no sabía el qué le tiraba más, si las tetas duras y tiesas de su Teresa o la dichosa morcilla de la orza.


Habló en unas vacaciones con su padre y su madre: Él no podía vivir sin el pueblo y sin su Teresa. El padre –en silencio la madre y con el sufrimiento en su cabizbajo mirar- le dijo que “de sufrir, nada, joder; había comprado algunas tierras más y tenían ahorros y si tanto le acuciaba el “ponerla en caliente” –aquí, madre levantó la cabeza como asustada pero sin rechistar- que hasta que pudiera tener casita, casa, choza o lo que fuera, en la casa sobraban habitaciones, que mandara al extranjero a tomar por el culo; “vente para acá, hijo, rediós” –y lo más raro- lo estrujó con un abrazo.


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Cada cual que se componga el final que quiera. Jacinto se casó, tiene casa ya y dos hijos que son puro nervio y que apenas pueden contener tacos y blasfemias, pese a los tremendos guantazos de Cinto, pero, claro…¡Coño, es que a Cinto se le escapan como si respirara! Don Antonio, el maestro, ya no está, Pero el que ahora hay, según Cinto, es un joven cachondo al que él ha planteado la lengua de sus hijos por su muy “mea culpa”. “Y es que el abuelo aún vive, joder”. “Cinto -le contesta el maestro-: El ‘joder’ sobra, ¿ves?; son esas pequeñas cosas”.


Hoy los hijos le crecen con media lengua rasposa y otra media fina, fina.


Teria matrimonió con un buen hombre, con oficio casi fijo en la construcción, pero siempre con obras en la capital cercana. Allí viven, de momento parece que sin ningún problema y con visitas semanales al pueblo, a ver y besar a padres y suegros. Vuelven, ya en su coche Seat-600, con bastantes provisiones de toda clase de productos del campo.


La vida sigue, en este caso, mejor que mal






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El cuento podría seguir hasta la novela corta, novela, poesía... haciendo saltos en el tiempo hasta recordar la guerra incivil, etc., etc.

El fondo de esta narración, no verídica ni espejo de ninguna vida real del pueblo que quiero, sí que está extraído de muchas conversaciones con muchos, casi amigos, que me han acogido en el pueblo.

Debe entenderse, aunque no sea real, que he tenido que crear la figura de un padre sumamente malhablado, pero que esa forma de ser, le nació en sus adentros, como a muchos, poco antes de la guerra incivil, cuando en su cerebro que no sabía ni leer ni escribir comenzó a ver, presenciar y sufrir barbaridades por parte de uno u otro color: Una vez veía cómo maltrataban al cura –que aunque no le cayera bien, al fin y al cabo era una persona y atendía a todos los críos y viejos del pueblo-; otras veces, aparecía la fachada de la casa del maestro llena de emplastos de pura mierda y letreros de despreciables insultos; el alcalde tampoco se libraba, fuese de éstos o de aquéllos; los más ricos del pueblo (vale, pensaba el padre, hay algún cabronazo para echarle de comer aparte; pero otros, que en verdad eran mayoría, hostia, daban trabajo a medio pueblo), en general siempre insultados.

Luego se desató la de Dios es Cristo y le endilgaron un “Mauser” con el que le costó Dios y ayuda entenderse tan sólo para abrir el cerrojo y cargar el peine de balas: “¡Ése es el enemigo; dispara hacia allí!” Un día alcanzó a ver, entre unos matorrales a un joven del pueblo de al lado con el que al menos dos borracheras había agarrado. “¡¿Y por qué cojones le tengo que disparar, cagondios?!” Esta época lo acabó de nublar y emporcar su lengua cuando al final de la guerra fue encerrado en la enorme cárcel que los vencedores habían instalado en Chinchilla de Montearagón , precioso pueblo manchego que no merecía el que injertaran en su historia este pasado reciente. Padre, la verdad es que salió pronto del encarcelamiento, pero este breve tiempo (breve para el que no está adentro, claro) le supuso un desconcierto total. Él no más sabía de su familia y de su trabajo… ¡¿Qué cojones, hostia, era todo aquello que le había pasado?!



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Mucho de inventado/narrado, quise escupírselo al pusilánime que había insultado a la gente del pueblo. Con el café y la copa lo miré fijamente. Alguno captó mi postura. Mi lengua muda, mi garganta autocensurada, mis nervios suavizándose. Sorbí del licor y mirándolo aunque sin hablar, mis tripas le gritaron:

“Capullo de mierda; en los tiempos en que tú, quizás con un babero a rayas jugabas en el patio de colegio de salesianos, maristas, agustinos… con los curas con las sotanas arremangadas hasta la cintura, a cualquier partidillo de fútbol, Cinto, con 9 años y cagado de frío, acompañaba a su padre para cargarse al gorrino que se comía las patatas de la familia. Cuando tú celebrabas alguno de tus cumpleaños (¿11, 12 años?) Cinto acompañaba a su padre a cargar la leña que podaba de oliveras, almendros… ¡lo que sea! Cinto, imbécil, no tuvo padre con la lengua tan limpia como la del tuyo, y encima tuvo que dejar el colegio demasiado pronto… Cinto, en fin, tuvo una ruralidad, una niñez dura y que apenas se conoce en España. Cinto tuvo que ganarse el vivir; a ti te ayudaron bastante… ¡Eres un capullo, hostia! ¿Cuándo en España, se hablará después de conocer a fondo el asunto a exponer?

¡¡Capullo!!. ¡¡¿Cómo podían saber de Dios si jamás sintieron su aliento?!! Si nadie intentó explicarles ese misterio inexplicable que, aunque nunca lo hubieran entendido, era un “Misterio” explicado por el Maestro. A lo desconocido, capullo, se le coge respeto.



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Hace muy poco estaba yo en el pueblo. Almorzaba con casi todos los de siempre. Cinto, uno cualquiera (hay muchos “Cintos”) dejó en el medio de la mesa un tomate enorme, duro y colorado de pura foto. A su lado, un pepino de largo verde.

Le dije: “¿Lo pelo, corto y preparo?”

Cinto (el que sea): ¡Cagondios!, si ningún día haces na, ‘dale, coño’!



DESVENCIJADO

Luis Ramírez de Arellano

2 comentarios:

  1. Mecaguen la puta. Estoy hasta los cojones, de tanto cabrón, mamón, ladrón (nada de corruptos). Esta vida es la ostia. “Afer la ma” (o como se ponga).
    ¡¡Ah!! Que yo no tengo excusa, que a mi si me han educado. Pues me es igual, me solidarizo.
    Y parte de todo esto: Comunismo, asambleismo, reparto de bienes y todo el mundo igual y al que robe que le corten las manos. A tomar por el culo.
    Nos vemos prontisimo y cuando coño quieras. Y pregúntale a los progres de izquierda si están de acuerdo con mi propuesta. ¡Ni uno! ¡Ahora van a repartir ellos! ¡Que el gobierno lo saque de donde sea! sobre todo de los impuestos de los pobres que dicen: ¡Me cago en la puta!

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  2. Me parece una historia contada que refleja la vida rural de esa España de los años 50,60 y parte de los 70, ruda pero que a forgado a hombres y mujeres con temple, honestidad, sacrificio y afàn de superioridad, de estos valores hay muchos estomagos agradecios que desconocen y a muchos asì les ha ido.

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