viernes, 16 de diciembre de 2011

DE NUEVO: UN TEMA ANTIGUO.

    Fotografía de 2008 (Marzo)

(Éste es el "descacharre" de la vida. Talmente como un mecano para montar y desmontar... ¡Pero... en manos de quién, coño!)

EL ANTÍDOTO

(Cuento con inicial nacimiento en  Octubre de 1996. Corregido -ampliado o reducido, ni me acuerdo-, en Enero de 2001 con motivo de mis "guerras editoriales". Hoy, lo traslado aquí tal como quedó en esta última ocasión)

Esta vez dedicado con especial cariño a mi bloguera
e internauta favorita, ANA GENOVÉS, esperando que ella sí,a la primera, le agarrre el fondo o motivo al dichoso cuento.


La muerte es el colmo de la grandiosa estupidez que es la vida. Estúpido, sí, muy estúpido el tema. Nunca he entendeido eso de que te nazcan para matarte, después. La parla vulgar y corriente dice “morirte”. ¡A qué santo vas a morirte tú, hombre! (Eso sí, están los suicidas...)
 Por entre el grandioso vértigo brumoso que vagaba por mis meninges me di cuenta de que estaba meditando. Qué tontería, vaya. Una forma blanca y voluminosa fue tomando forma y contornos ante mi nublado mirar, levantando a duras penas las cortinas de mis párpados.

La bata blanca se ajustaba explosiva a las abundantes formas de la cuarentona enfermera que andaba manipulando gomas, pantallas verdes y ventosas sobre mi pecho. Tenía un culo señorial la ateese de pelos ondulados de un castaño veteado de mechas rubias. El tubito que penetraba en mi nariz me molestaba cosa mala. Mis amodorradas reflexiones de tonta filosofía vital, el olor a hospital y muerte, el aura de vida insultante que envolvía el cuerpazo de mi cuidadora, el pitidito rítmico que emitía el sube y baja del monitor verde indicando que el tica-tac de mi corazón todavía resistía, mi estar allí postrado y sus razones, y mi propio calamitoso estado físico, todo, me tenía un tanto beodo. Parecía que, de momento, salía de ésta. Ella me sonrió, me dio una palmadita en la rodilla y me ofreció su espalda para ratirarse con frescachones andares. El subir y bajar de sus poderosas nalgas me mareó algo más y me provocó una leve excitación que conseguí anular pronto dado su grado de inconveniencia. Me vino a las mientes el retozón trotar de un percherón. Intente dormir de nuevo, me dijo volviéndose desde la puerta. Bonita boca. Intenté responderle con una sonrisa.
La muerte, su cercanía, su anuncio o presencia siempre me ha empujado con fuerza brutal, y contra una debilísima defensa de mi voluntad, hacia un estado de rebeldía preñado de furia, rabia y pataleo que sólo puedo aplacar con una impresindible, fogosa y extenuante sesión de sexo. Si bien justo es recordar que no siempre ha sido así: Yo no era así. Apareció de pronto, como el que se encuentra con una diabetes para el resto de sus días o se le averían, de un acostarse a un despertar, los riñones y le firman una historia de negro futuro dializándose a toda hora en espera de que la palme un caritativo donante. Pero, mi caso, ¿qué donación posible existe? ¿Llegaremos a poder donar sentires, sentimientos, alma, espíritu o lo que sea eso tan abstracto e intangible? A lo mejor se salvaban más vidas que donando vísceras, materia, física. Lo enfermo del humano, seguro, no es cosa física. Y esta curiosa, y a veces molesta, irascibilidad contra la muerte se introdujo en mí cuando todavía era joven, cuando impotente ante el hecho, perdido y desorientado, viví las antinaturales muertes de mi mujer y de mi hijo a la vez, quizás separadas por algún minuto, pero en el mismo acto. Será hermoso y poético, pero también de lo más idiota morir intentando dar vida y queriendo ser vida, o sea, cumplir el tonto ciclo sin que apenas éste se haya iniciado. Tenía yo 25 años; mi hermosa compañera, 21; nueve meses, según algunos moralistas, mi hijo –era varón-; ni meses ni años, tal vez algún minuto, según yo. Todos los tiempos se fueron a la mierda en el parto. Nunca he sabido qué inútil explicación me narró el ginecólogo, blanco y demacrado dentro de su verde sayón con el gorrito, también verde, mareándolo entre sus manos nerviosas, tan expertas dentro de cuerpos abiertos y perdidas ahora en el aire, como inservibles. Y sigo sin saberlo porque ni atendí sus palabras ni quise enterarme más tarde. ¿O es que había razón razonable para esas dos muertes? En mí murió algo, también. Sufrí una mutación o fue el momento preciso de recibir la fúnebre noticia en aquella luminosa sala de espera de vida, que se llenó de muerte negra sin cochino detrimento de su luminosidad, en el que la rara enfermedad se instaló en mí. Sentí unas sacudidas terribles de incógnito origen. Me dañaron dos duros lagrimones brotando de mis ojos, muy dolorosos, como cristales de cantos sin pulir. Sólo eso, dos lagrimones.
 Se fue el médico, dejándome en la soledad más absoluta, y apareció descompuesta y llorando cataratas la enfermera amiga de mi mujer que también había estado en el quirófano del antiparto. No dijo nada. Se me abrazó toda ella pegada a mi cuerpo y sacudida por convulsiones. Mojadas su mejilla y la mía, resbalaban en sus roces. Saltaban de su boca a mi cercano oído, sin orden e inconexas, palabras que eran mi nombre y repetitivas y angustiosas preguntas, lastimosas, desesperadas. Yo no sabía dónde esteba mi yo. Mi cuerpo sí, recibía el calor húmedo y sufriente de otro ser, pero calor de vida. Aturdido noté cómo volvía mi yo, raro, con una impresionante seriedad, gélido, casi congelado y exigiendo calores curativos. Mis brazos, hasta ese momento colgantes a mis costados, se movieron para abrazar también y se enroscaron en nuca y espalda de la amiga de mi muerta. Recorrí su espalda y mi otra mano se introdujo bajo la melena para abarcar su nuca. Al sentir lo que el tacto me transmitía, recordé esa costumbre o manía que tienen la mayoría de las enfermeras de enfundarse sus uniformes sobre la pura ropa interior, sin más tejidos intermedios. El rastreo de mi mano por su espalda tomaba ritmo espasmódico y averiguaba, también, la ausencia de sujetador. Ella, imantada a mí, hiposa, manando lágrimas sin parar, debía andar por espacios de páramos inconsolables con el sufrimiento lacerante del fatal suceso recién ocurrido. Parecía no notar el crepitar de mi cuerpo, mi masajeo y una poderosa y dolorosa erección que impulsaba, sin miramiento alguno, mis riñones hacia ella, apretando y apretando. ¿Qué me estaba pasando? Furiosa y violentamente bajé mi mano de golpe hasta su nalga, apreté y la atraje más hacia mí. Fue el momento en que ella volvió al instante actual, concreto y vivo. Apartó su rostro para mirarme fijamente. Su cara era un paisaje desastroso, un brillante y desencajado terreno después de una brusca y torrencial tormenta; sus ojos, un manantial pertinaz; sorbía por sus narices el desbordamiento que hasta su labio superior llegaba; la boca entreabierta, con la lengua en constante caza de los salados riachuelos que bordeaban sus comisuras; con una mano restregaba sus barbilla y mejillas; y, desde el fondo de ese espanto, una abrumadora mirada de incomprensión, de pregunta inquisidora, de denuncia macabra, de deleznable acusación. El estallido lo sacudió todo en unos segundos: Abandoné su nuca y me apropié de su otra nalga con voluntad de garra; con las dos manos empujé hacia mi vientre con una fuerza que no me conocía, aplasté mi boca contra la suya con mi lengua queriendo abrirse paso entre sus dientes..... De un empellón descomunal logró zafarse de mi abrazo. Quedé quieto ante ella, mirando alternativamente al suelo y a sus excitados pechos que reflejaban lo ansioso de su respirar. Sus lloros y lamentos se convirtieron en gritones sollozos. Su lagrimear formaba burbujas en nariz y labios.
 - ¡Por Dios, por Carmina, por tu hijo....! ¡Pero, pero qué eres tú, qué eres! ¡Una mala bestia, un animal, un, un.....! El golpe te ha trastornado, si no, no....
 - Todo es una puta mierda –solté sin mirarla, increiblemente calmado, sereno, con una voz como interna, deminíaca, de poseso.
 Ella encendió un cigarrillo y se acercó a un ventanal, manipuló en su rostro con manos y pañuelos y, todavía irritada pero recompuesta, profesional de la comprensión y el dolor, me habló de nuevo:

- Ve a tomarte un café, o una tila. O tres copazos, lo que quieras. Dentro de un rato podrás pasar a verla.
 - ¡A ver a quién, coño, a quién, dime! No quiero ver nada de nada porque ahí dentro hay nada, no hay nadie. Esta tarde, o mañana, no sé. Ya vendré.

- Pero, hombre...

- Adiós. Y, si quieres, perdona.

Salí decidido a buscar una puta. Pero la quería de las caras, de noche larga y servicios completos y lentos. Todo el dolor de mi rabia lo tenía concentrado en mis testículos. No sabía cuántas sesiones necesitaría para apaciguarme, para que con el bálsamo me fuese volviendo la vida, para que con la muerte de los orgasmos acudiese a mí, como un regreso victorioso, una burla a la muerte, un reafirmar que la verticalidad mandaba todavía en el mundo. ¿Hay sensación más fuerte de vivir que el sexo? Mi pedorreta a la muerte se me antojaba que debía ser hasta brutal. La patada recibida merecía ser contestada con una paliza seria, concienzuda. Tú llegarás, Parca de mierda, tienes que llegar, pero, ay, hasta que llegues....¡Cómo te odio, cómo odio todo este absurdo, esta incongruencia!

Al día siguiente, en el funeral y entierro, aún con huellas inequívocas de aniquilamiento en mi rostro, todo eran comentarios sobre mi entereza, tal era mi estado de tranquilidad. No llevaba puestas ni las manidas gafas oscuras. Pero yo ya sabía que en algún rincón de mis entrañas se había aposentado una rara enfermedad. Una extraña viscerilla había brotado por algún recoveco cercano a mis intestinos, mi hígado, no sé, por ahí. Una víscera minúscula pero virulenta, con una irritación latente, mal encarada, juguetona y pronta al desmadre al primer husmeo de vapores de muerte. Miré los ataúdes, uno de ellos blanco, muy pequeño. Desvié ese mirar hacia un lado. Me llamó la atención el sabroso perfil de la enfermera ultrajada la tarde anterior.

Ya tapiado el nicho, enterrada la muerte, mi estado se fue normalizando. Los últimos besos, abrazos, pésames de las mujeres del cortejo, amigas, esposas y novias de amigos, compañeras de trabajo, ya no se me antojaban como objetivos de arrebatos sexuales. Me sentí normal al causar en mí estas muestras de condolencia femeninas no más que la agradable sensación de un aliento caliente de compañía, de amistad. Sin embargo, pronto comprobé que el mal tan singular estaba agarrado con saña en mis adentros: Saliendo del cementerio, nos cruzamos con otro cortejo que entraba con su muerto al frente. La viscerilla saltó y mi mirada quedó fija en el culo alto, redondo y apretado de una compañera de oficina, mujer en cuya anatomía jamás antes había reparado.

Se me acercó un hombre joven enfundado de verde, gorro puesto y mascarilla colgando sobre el pecho. Manga corta y brazos peludos. Lo acompañaba la enfermera de antes. En silencio, sin ni siquiera mirarme, se puso a examinar gráficos y anotaciones de una tablilla que colgaba a los pies de mi cama mientras escuchaba informe verbal de la vitaminada de blanco. Me hizo unas breves exploraciones y, por fin, escuché su voz dirigiéndose a la eficaz cuarentona: Traslado a planta, el peligro ha pasado. Luego se encaró conmigo con una media sonrisa: Amigo mío, por los pelos, eh; bien, unos días más aquí y a casa, una buena y larga convalecencia, rehabilitación, revisiones y, creo, recuperación más que satisfactoria; pero, ojo, antes de irse, usted y yo tendremos una seria charla.

- ¿Por? ¿Tan fuerte ha sido el asunto?

- Serio, sí. Mire, Vd., claro, no se acuerda de nada, pero cuando los de la ambulancia lo recogieron estaba en pelota viva cruzado sobre una cama enorme, había una botella de coñac en la mesilla a la que le quedaba escasamente un dedo –tumbado, eh- de líquido y un cenicero rebosando colillas. Eso sin contar “cuantos”, ya me entiende, porque su asustada novia tenía poco más o menos todo un señor ataque de nervios. Y no es usted ningún chaval, ¿sabe?

- ¿Mi novia? Ah, ya. O sea, que me rondó la muerte.

- Digamos que subía por la escalera y los camilleros por el ascensor. Así que cuando salga de aquí nada de galanteos y piropos a la muerte. Ni se imagina lo fácil que se la seduce, ¿vale? Pero ya hablaremos.

Vaya, vaya, me dije para mí mientras aliviaba el susto descansando la mirada sobre la abundancia pectoral de la de las mechas rubias, que asentía muy circunspecta a toda la perorata del galeno.

Instalado ya en una soleada habitación de dos, junto a otro tipo que dormía y dormía con un brazo conectado a un gotero, recordé como inconveniente o de mal gusto –que me jodió, vamos- la alusión hecha por el doctor a mi edad (...”que no es usted un chaval...”) Total, cuarenta y....bueno, cuarenta y....largos octubres. Mira que darme a mí una cosa tan vulgar como un infarto....¡y en momento tan inoportuno; la leche, vaya cuadro!

Más despierto, calmado y, por qué no decirlo, menos acojonado, recordé todos los números comprados que habían hecho que la rifa infartosa, esta vez, me tocara de pleno.Un acontecimiento luctuoso idiota y desesperante –como casi todos los inesperados-, las circunstancias que lo produjeron, el que la muerte había ligado esta vez con un amigo muy cercano y querido, una sucesión de casualidades –con sus previas causalidades-, azar o, simplemente, la consecuencia de lo estúpido de la vida y sus cosas, tal vez, reventaron mi viscerilla. Y mi antídoto, qué curioso, en lugar de salvarme, ahora casi se me lleva por delante.

Todas mis compañeras eventuales desde las muertes de mi mujer y mi hijo (si no yerro por mi actual estado, no más de seis o siete No soy promiscuo y temo como a hemorroides los líos amorosos, lo que me ha inclinado siempre al poco a poco y al una detrás de otra. O sea, sencillito, normalito), digo, todas han sabido, vivido, padecido –o disfrutado, según- del virus irritado de mi viscerilla. Cada una de ellas ha asumido mi antídoto de distinta manera. Alguna ha reaccionado parecido a otra, pero siempre con algún pequeño detalle diferenciador. Hubo una casi al principio –divina Mavi- de apariencia modosa, gesto aneglical, dulce cuerpo, blanca de piel y rubia real, con apacible mirar verde no de mar profunda sino de tranquilo estanque abrigado por frondoso jardin que, sin embargo, se embrabecía, se ponía hecha una furia en contra de mi rara enfermedad cada vez que ésta se manifestaba. Llegó a llamarme necrófilo, ¡con lo viva, dioses del placer, que estaba ella! No llegó a aceptarlo nunca y fue hasta lógico que nuestra ruptura llegase por este escollo. En su defensa, justo es reconocer que por aquel lejano entonces la enfermedad andaba recién nacida, con crisis mucho más furibundas que luego, con el paso de los años, como todo, se fueron suavizando. Adelgacé bastante. Mis cercanos se preocupaban por lo que les parecía una muy lenta recuperación del trauma sufrido. Yo sabía que era cosa de mi viscerilla. No podía morir nadie medianamente conocido sin que yo dejara pasar más de dos horas, desde la recepción de la noticia, para encamarme con la compañera de turno o con amable, servicial y cara prostituta si tocaba ausencia de la primera. Por fortuna, el virus fue aplacándose, perdiendo lozanía y agresividad, y ya, desde hace algunos años, la muerte me tiene que rozar cada vez más cerca para que brote el ataque. Lo que sí se mantiene –de tal guisa me veo hoy y ahora- es que el trueno es tanto más atronador cuanto que el sentir por el muerto o la muerta, o las circunstancias de su óbito, hieren en mayor medida mi hondo rincón donde se ubican amores, rebeldías o incomprensiones....Y es que esta vez todo ha sido muy cruel, grande, insoportable.

Debería hacer un esfuerzo y extraviar mis pensamientos por oasis más frescos y tranquilos. Sólo el anuncio de revivir esta reciente muerte y su, digamos, envoltorio, me está llevando a una irritación perniciosa para mi estado y, aun sedado, somnoliento e infartado, cómo no, a una erección que, bien mirado, me preocupa menos: con las fuerzas tan agotadas el alzamiento no puede pasar de un leve engrosamiento pendulón. Mejor. Pero no puedo apartar de mí la imagen jovial del que fue mi amigo y que, no hace nada, ha matado un perfecto imbécil. Si el trancazo de la noticia telefónica fue terrible, el escuchar posteriormente los detalles fue como sentirme la cosa más ínfima del universo, ver ante mis ojos, como miles de veces antes, la mierdecilla que somos los humanos, invadirme el más destructor sentimiento de impotencia, de inutilidad.....y de una rabia infinita e insaciable que hacía hervir mi cuerpo. Si a todo ello debo unir que el brebaje actual del que sorbo los tragos de mi antídoto es mujer donde las haya, lozana, de esplendorosa madurez, morenaza profunda y de carnes de dulce y prieta ninfa, pues eso, así me encuentro yo ahora.

Mi amigo era un diferenciador nato de situaciones. Es decir, cada cosa, cada acto en su momento, a su debido tiempo y en su medida. Felizmente casado con una hermosa y azucarada canariona, tenía dos guapezas de hijas ya adolescentes que, ya nacidas en la península, ay, no habían heredado de su madre la miel caliente de su hablar aunque sí su belleza. Adoraban a su padre. Existe una corriente de pensamiento agilipollado –sobre todo hasta cierta edad- por el que al que piensa, al que matiza, al prudente se le asemeja con el pusilánime. Pues mi amigo era un pusilánime encantador: Llegaba el momento de la fiesta y el pendoneo, y el coche en casa o conducía algún amigo abstemio o a tirar de taxi. El trabajo era el trabajo, el ocio el ocio, y, por encima de todo, la aventura no era irresponsabilidad ni imprudencia. Más de una vez me comentaba con jocosidad, en algunos días de callejeo: ¿Te has dado cuenta de que los semáforos siempre los cruzan en rojo los cojos o los viejos reviejos? Es para cagarse, tú.

La noche del maldito viernes mi amigo tuvo que retrasar su salida del trabajo junto con otro aparejador y casi todos los delineantes de la empresa. Debían ultimar un proyecto “a toda leche”, les habían dicho desde las alturas. Daban las doce y media de la noche cuando salía de las oficinas del polígono industrial , casi engullido por la expansión urbana.

En algún lujoso ático de la ciudad, unas horas antes, un humanoide fantasmón bebía güisqui de una sola malta con su hijo, guaperas él, algo cachas (gimnasio, tenis al mediodía soleado, sueltas sesioncillas de rayos uva, etecé, etecé) y estudiante de 26 añitos de no sé qué ingeniería –muy fuerte esta carrera, jodidísima, tú-. El padre, más que ganar, había apelotonado un montón de pasta fácil en unos pocos años y andaba que el orgullo y la vanidad se le desparramaban más por sus metales acuñados que por su vástago, tan lindo y aplicado. Había considerado el progenitor unos meses atrás –deduzco yo ahora sin mucho riesgo de errar- que uno más de sus “signos externos” sería el que su hijo debía lucir más coche, más moda. Despreció el Golf descapotable rojo y le mercó un aparatoso y lujoso todoterreno, o como se llamen, que, efectivamente, son útiles para todos los terrenos menos para la ciudad, tan estrecha y congestionada. Al despedirse tiró mano al bolsillo y le largó su asignación de fin de semana, cincuenta mil (pesetas, no duros, tampoco iba a pasarse). Palmotazo en el hombro y sonrisota picarona sería el adiós del padre. Por más cosas y detalles de los que luego fui enterándome sobre el asesino y su familia, si la escena no ocurrió tal cual, muy parecida debió desarrollarse.

Una hora después de salir del ático familiar, el nene ya llevaba tres chivas más en el cuerpo y formaba ruedo junto a la barra de “su” pub con amigos y amigas del mismo pelaje -gente guapa, se dice así, ¿no? Con “la última” –antes de la cena, claro- el grupito decidió alimentar la noche con unos sólidos a base de unos mariscos precedidos de algunos tacos de un manchego bien curado y una finas laminillas de jabugo bien cortado. Se encaramaron al monstruo de coche, dale música a toda caña, discoteca rodante, ventanillas bajadas -¡cómo suena, eh! El equipo me costó un huevo, tía-, y vaya reprís, tú, ¿has visto?Chirriar de neumáticos y salida captadora de miradas de los del bar y transeúntes casuales. Pisando bien el acelerador, enfilaron hacia un destartalado establecimiento medio bar, medio tasca, medio cuchitril y desprecio de restaurante al uso, pero muy frecuentado por gentes como esta tribu, y sus mayores, por lo atractivo del montaje pergeñado por su propietario: Poco espacio, pocas mesas y menudas, excelente y fresca materia prima en cocina, plancha y curados; nada de cartas ni menús, un discreto toque de aparente y aseada suciedad y trato campechano y personal, de un tuteo muy estudiado y cuidado, y llegas y te pongo lo de la casa, ni precocuparte, ¿eh?, ya diréis basta. La cuenta, luego, nadie la repasa, quedaría mal; se paga la suma total y “deja algo más de propina, tú, no jodas”. El local de marras se sitúa tocando huertas en el extremo de un periférico barrio de la ciudad y hay que atravesar la gran avenida que bordea el polígono industrial en una de cuyas edificaciones trabajaba mi muerto, mi querido amigo.

En una de esas rotondas que, creo yo, con tan plausible intención tráfico nos ha llenado las avenidas de las grandes ciudades, como el niñato o no sabía para qué servían “estos redondeles de mierda, qué lío, tú”, o no leía, porque ya no podía, las claras señalizaciones para circular por ellas correctamente, embistió de forma traidora al coche de mi amigo. Tan sencillo, rápido y brutal como darle a toda velocidad en un lado trasero. Mi amigo y su coche salieron despedidos hacia adelante haciendo el trompo. El habilísimo volantista que debía ser el borracho asesino no supo esquivar a ése que pisaba huevos circundando la rotonda, asestándole el golpazo definitivo justo de pleno y en la misma puerta del conductor ya cuando el trompo se aquietó y mi amigo, imagino, estaría intentando enterarse de qué había pasado. Mi muerto murió en el acto, aplastado, destrozado. La tanqueta todoterreno, qué pena, joder, había sufrido unos desperfectos en los enormes y bruñidos parachoques delanteros y un faro roto. El criminal bajó de su trono rodante con una brechita de nada en la frente. Eso sí, él y su tropa, pasmados y tiesos sobre el asfalto, solos en la noche, con un destrozo de muerte ante ellos y por ellos, arrugados y apretujados unos contra otros, tal parecían de carnes transparentes de la tamaña pérdida de color sufrida.

Los datos de la policía apuntaron una velocidad altísima y un grado de alcoholemia fuera de toda medida, tanto en el agresor como en sus acompañantes. El cómplice, el paciente creador del monstruito, poco antes de recibir la llamada de los agentes en su bonito ático, andaba ya, también, medio borracho, pero al menos estaba encerrado y lo más que jodía era a su propio hígado.

Me reafirmo, debo divagar por otros derroteros. La máquina infartada se me acelera, me invade un cansancio preocupante y, encima, la viscerilla se me irrita pues su transmisión no consigue la respuesta deseada y habitual en su apéndice exterior. Quisiera dormir. Y que vuelvan a dormir a éste de mi lado, que desde que espabiló no hace más que lanzar quejidos.

Ya en el cementerio, los sepultureros dando paletazos al tapiaje del nicho, con el mirar doliendo y borroso, tragando ácidas y afiladas lágrimas y masticando rabia a rabiar, con un descuidado disimulo, por debajo del chaquetón, comencé a acariciar y palpar el cuerpo de mármol caliente de mi negraza a la que, como cantaba Patxi Andión, canela pura, canela pura le llovía a mi morena de su cintura....

Unas horas más tarde me trajeron a este hospital.


===oooOooo===



LUIS RAMÍREZ DE ARELLANO


(Versión revisada y acortada del cuento


parido en Octubre de 1996)


ENERO DE 2003


DESVENCIJADO - Luis Ramírez de Arellano







                               

2 comentarios:

  1. DES,

    Joder, joder, joder. ¿Qué quieres que te diga?. Que la vida es una mierda: te lo acabo de decir.

    El otro día llegué tarde del gym y mientras cenaba, caja tonta encendida “pá” entretenerme, estaban pasando “Bejamin Button”, y estuve revisándola.

    No voy a entrar en si es un film bueno o malo, o si Brad es mono o buen actor, no, el “quick” de la cuestión está en que la muerte siempre es horrible… Y por desgracia, o suerte, dependiendo de los casos, cada día morimos un poquito.

    Pero el colmo de la desgracia más nauseabunda, es morir joven, y peor, fenecer neonato o sin haber nacido (como los míos). Y lógica la reacción de tus instintos más primitivos: la ira que da paso a la pasión desenfrenada sin motivo o razón, aparente… Te arrebatan lo que más quieres y sigues queriendo más. “LA NADA” da mucho miedo.

    Los instintos primarios, siempre, acompañan nuestras vidas y, en aquellos momentos en los que la angustia nos invade, sea por necesidad fisiológica básica o porque deseamos sentirnos vivos; muestran toda su potencia.

    Si la máscara de nuestros rostros cayera, “todos” nos veríamos cortados por el mismo patrón, pero la hipocresía también nos acompaña… Y, a muchos, el qué dirán.

    ¡A tomar por culo!. Que cada cual haga lo que le venga en gana, en todos y cada uno de los instantes de su vida, que para eso es suya y no de los otros.

    Y que los más osados, los limpios de corazón, disfruten de aquello que también necesitamos el resto.

    Gracias a sentimientos abiertos como los tuyos, me considero aprendiz de tu escuela.

    Ana Genovés




    P.D. Nunca te he pedido permiso para llamarte DES, disculpa, e sque me estoy volviendo muy, pero que muy atrevida. Aunque de momento, cabalgará por la ficción, ante las inaccesibles montañas que todavía veo.

    ResponderEliminar
  2. Se me ha olvidado decirte, que descubrí que la de "LA HOZ" es una hija de mala madre a los cuatro años.

    Decían que mi papi estaba bien, pero yo vi una especie de furgoneta, entre verde billar y verde agua, que ponía: FUNERARIA.

    Ana Genovés

    P.D. Estoy pensando, que si quieres, te envío, cuando hayas leído tus 19 novelas pendientes, o cuando quieras; mi novela. “EL LEGADO DE LA ROSA NEGRA”, Corín Tellado en el XXI. Y, te guste o no la temática, la Señora, tenía una prosa cuasi perfecta.

    Me voy a devorar un chocolate que acabo de hacer, porque cocinar, nada de nada, pero con el chocolate me la juego con la Juliette Binoche de “CHOCOLAT”. Je, je, je…

    ResponderEliminar