jueves, 1 de diciembre de 2011

VENTOSIDAD (Parido en Diciembre 2000)

¿VAMOS CON EL PRIMERO DE LA NUEVA SERIE?
(Respiren hondo)

= V E N T O S I D A D =


(Ensayo y loa)



ooooooooooooooooooooooooo





Es la ventosidad acción necesaria.


Es, también, arte. (La “necesidad” no tiene que conducir, por fuerza, a la vulgaridad.)


Dijo alguien –sé que en algún sitio lo lei- que para la mejor higiene del cuerpo y bienestar anímico, necesita el bípedo expulsar al día DIECISIETE ventosidades, como mínimo. Mayor placer y relajo si se producen en mayor cuantía.


Es la ventosidad acto tan íntimo como el evacuar –vulgo, cagar-. Por ello requiere de recogimiento, concentración, actuación y satisfacción.


Ocurre que, llegado el humano a ciertas edades, su intimidad deja la singularidad para devenir, como mínimo, en dueto que se persigue sea armonioso, comprensivo, amoroso, de un entregado compartir, o sea, de un abnegado soportar, a qué engañarnos.


Inventada “la pareja” de entrega y amor eterno –algún diablillo borde andaría en la redacción de sus estatutos-, saltó a la palestra la dificultad de, en la “intimidad de dos”, sobrellevar la intimidad de uno, “del otro”.


Y he aquí que en el mundo, desde su Creación o Big-Ben –allá cada cuál con sus preferencias-, existieron, y existen –loado sea Dios- seres flatulentos, es decir, seres racionales dotados de un organismo proclive a la elaboración de gases.


Estos seres son dichosos o desgraciados, según se mire. A saber:


a) Aquellos que generan vientos y están dotados para su pertinente evacuación -¡Oh, bendito descanso, dicha excelsa!.


b) Otros que fabrican iguales flatos y no cuentan con la feliz facilidad de su aireación. Suelen ser humanos amargados con el reflejo de su embotamiento en lo agrio de su gesto perenne.



Vamos a investigar aquí la situación vital del primero de ellos: El dichoso al que la Naturaleza ha provisionado de los mecanísmos adecuados en sus tripas para aligerar cuerpo y poner satisfacción en su sonrisa.



Antes de aventuarnos en cuestiones más personales, conviene analizar la naturaleza del viento que nos ocupa.


Sin lugar a dudas, debe inclinarse el individuo –activo o pasivo- por el zullenco sonoro. No es éste traidor ni noqueador de pituitaria sorprendida. Es el pedo, cuesco o pedorrera, sonido floreado, seco o contundente –sometido a usos o costumbres del artificiero- y, normalmente, inodoro, o sea, asumible con una mínima dosis de cariño por acompañante ocasional o permanente.


Nos dice la experiencia que hay que huir, como de fuego que quema tus posaderas, del meteorismo silente, rufián pútrido que sólo da fe de su volátil presencia cuando ya todo entero ha violado nuestras narices y se asenta, con extremo hediondo aroma, en nuestros desmayados y asfixiados sentidos.


Obviando la brevedad y presumiendo de haber dejado diáfana, a pesar de dicha brevedad, lo profundo de la neumatosis, es de justicia avisar que el uso de la facilidad de regoldar analmente no debe convertirse en abuso o alivio en momentos o lugares nada apropiados a lo que la intimidad del hecho requiere (Tómese como ejemplo que nadie osa aflojar de sólidos sus intestinos en medio de amable reunión familiar o grupo de amistades que, por mucho que nos amen o comprendan, primero, no entendrán; segundo, puede que avisen al manicomio más próximo).


Éstas son las reglas a tener en cuenta. Y seguirlas, claro.


a) Jamás peerse en el transcurso de un apasionado beso lengüetero con ser amado, ligue puntual o presa dubitativa.


b) Por supuesto, olvidar tajantemente el aflojamiento si la acción pasa del acto anterior a consecuencia horizontal subsiguiente. La embravecida líbido puede sufrir un encogimiento difícil de enderezar duante mucho tiempo.


c) Abstenerse –asunto de elemental educación- en situaciones de grupo familiar o amiguetes parlanchines. Suele sonar feo –cosas de la sociabilidad-. No sé por qué –poca comprensión que hay-, pero suena feo. ¿Por qué crearnos innecesarias enemistades o arbitrarias personalidades?


d) Nunca, tampoco, ante descendientes –vulgo, hijos- hasta que su razón alcance a comprender lo lujoso y bonancible de esta facilidad y las normas de su debido uso.



Y descansados por todo lo anteriormente vertido, debemos llegar a la conclusión, o detenida moraleja, que movió esta reflexión sobre el arte y la necesidad de la ventosidad y que pretende inyectar alguna ciencia que ayude a la supervivencia de la convivencia.


O sea, adivinado habéis que toda esta disquisición no era destinada al pedorrero solitario que a nadie debe dar cuentas de sus felices o nefastas habilidades. No. Es su meta ese frágil mundo de la pareja -hetero, homo o como les piquen sus cromosomas, da igual-


Así, la vida cruel, frecuentemente junta a seres, como dice el dicho, ciegamente, sin mirar si casan o congenian o son proclives a la enemistad sus gustos e intimidades. Tal es que, por fuerza, ante el ajuntamiento, esa intimidad personal e individual debe convertirse en una compleja nueva intimidad de dos en uno -¡si al menos llegásemos a eso de la Trinidad!-.


Sucede pues que menudean los apareamientos nacidos de la única fuente del Amor que no sabe, ni tiene el porqué, meterse en las camisas de veinte mil varas que cada uno de los miembros por él unidos llevan en su panza. Sabe que su fuerza debe ser suficiente para arribar al cómodo acomodo de uno al otro y del otro al uno.


El angelote rubianco y regordete que lancea con dardos de amor los corazones, suele meter la pata con aquello de enlazar a quienes no son afines en inclinaciones o necesidades ¡Y ya hemos llegado!


Se abrazan millones de parejas en las que uno de sus miembros tiene la dicha de ventear con fluidez la manía de sus tripas de hincharle como un globo. Muy frecuente es que el amado o amada no padezca este incordio interno y, por lo tanto e influído por absurdos respetos sociales, no entienda ni acepte, incluso reprima agriamente, las sonoras tracas bienhechoras de su pareja (largos años cuesta de asimilar y, lo mejor, asoma la comprensión cuando la propia degeneración vital se anuncia con esos hinchamientos que no se conocían y se siente uno tan dichoso de crear orquesta de viento acompañando al tanto tiempo vituperado).


Diríamos, pues, al elemento del dúo puntilloso con los flatos del otro que si en su ánimo anida el cariño, mírese el pajar de sus propios ojos y acoja con benevolencia los aires de su pareja –a fin de cuentas, todos somos gas, mucha agua y algo de materia sólida- como componente de su persona, de ese todo que queremos querer. La intransigencia no más que lleva a una estación: La Terminal, el final, a la pérdida del ser amado por no acomodar con ternura el oído al sonido de sus entrañas. ¿Y por qué tan irremediable final? Ahí va:


a) El amor del flatulento puede llevarle a, por complacer, obstruir con adminículo de corcho o plástico la salida natural de sus cuescos. Resultado: Iría hinchándose por minutos, por días, por meses hasta llegar al terrible y predecible reventón. Al hoyo el pedorro.


b) Lo incontenible de sus desahogos, ante el ambiente tan hostil, lo llevaría a buscar otros reductos más amables y comprensivos.



Dicho lo dicho, epilogamos concluyendo con que la continuidad de un bello amor no puede ser vencida por un pedo. Ni por diecisiete.


Buenas.


                                                  Luis Ramírez de Arellano
                                                 (Diciembre 2000)

                                                   Hoy, 1-12-2011, DESVENCIJADO)








No hay comentarios:

Publicar un comentario