viernes, 2 de diciembre de 2011

LAS TIJERITAS.

Voy a intentar "pegar" a continuación el texto del cuento "LAS TIJERITAS", que, con la tecnología de su parte, no le da la gana de salir. Allá vamos (Y conste que estoy preparado para la lapidación, aunque no toda la culpa sea mía, sino que me he lieado con una tía -la tecnología- de lo más rastrero y puñetero que se pueda encontar.



L A S   T I J E R I T A S =


La niña, dejémonos de cuentos, era mona; mejor: monísima. Y algo curtidita, es decir que iba a coger o ya los tenía o se los había dejado atrás los 30 añitos. Para el hombre maduro en la etapa de resistirse a entrar en lo de “viejo”, la niña estaba, sin lugar a dudas, en sazón. Y seguro, pensaba el hombre, cualquier bocadito en parte magra de su anatomía no dañaría ninguno de sus carísimos implantes dentales.

Era ella de piel de merengada espolvoreada de canela. O sea, de color de leche tostadita salpicada cariñosamente de pecas diminutas a veces espaciadas a veces formando constelación. Y ella quería lucirla. Se sabía de pigmento no vulgar –no mostraba las normales características de una pelirroja- y su presencia delataba un ser consciente de andar por la vida rompiendo miradas masculinas y provocando cochinos cotorreo y envidia femeninos. Un cuerpo serrano, vaya que sí. Más que serrano –jamón normalito-, más; como tirando hacia lo que se cría por allá por el arco suroccidental de nuestra España, casi puro bellota.

El vestidito que la cubría en parte –no entendía el hombre maduro ni sabía distinguir entre que si seda, algodón, hilo y demás; tejido borde, en todo caso, dictaminó el maduro- colgaba de su cuerpo con esa holgura enamorada que modela y acaricia y dibuja con suave abrazo las zonas de ese amor que lo convierten en locura, en pasión, en deseo. Pendía el vestidito hasta los tobillos, sí, encaramados éstos sobre algo parecido a unas sandalias de fantasía de añoranza romana –de la Roma antigua, la del inmenso imperio-, coloreadas sus tiras como con purpurina dorada, y alzadas por los bastantes centímetros de unos tacones como estiletes. Pero ¿y por arriba? ¡Ah, por arriba! Cada vez que iba y venía perseguida por la penosa e impotente mirada del maduro, el hombre se atragantaba trasegando una saliba espesa, reseca: Escote en pico de dadivoso ángulo –canal de entretetas diáfano como mar Rojo después de la famosa orden de Moisés- con el vértice queriendo hincarse en el ombligo. Por la espalda trazaba una prodigiosa “U” con los cabos de entrada al golfo de su dibujo más unidos que las orillas de la amplia y cálida dársena. Se presentían, casi se veían las delicadas curvas convexas que unen costados con caderas, vamos, los mullidos hundidos tallados en la cintura para albergar manos de contrario enamorado o enfebrecido. La muy abierta curva sobre la que descansaba esta lujuriosa U, por un milagro de retoque de costurera, tan sólo aireaba el cachondo hoyuelo que marca en su centro el final de la espalda y el inicio del tajo generoso que regala dos jugosas sandías en lugar de una, y cada sandía, por mor del capricho adiposo del vestidito, mostrándose alta, altanera, agresiva y –si mi viejo sentido del buen otear féminas sigue sin flaquear, pensaba el hombre- prieta, muy prieta.Y todo él –el vestidito- contrariando sus propias ganas de caer, de deslizarse entero por el cuerpo de la moza hasta rendirse a sus pies, sujeto en ésta su intención por dos tirantitos de nada, dos hilillos dorados que remontando sus hombros unían los dos altos picos del escote delantero con los cabos de la U de la espalda. El vestidito, de candoroso azul plomo tirando a purísima –no veas- con lluvia de diminutas, apenas visibles, estrellitas de oro, se abrazaba a sus nalgas sin marcar bordes o costuras de braga: Tanga, sentenció el hombre maduro, ¡qué genial invento!.

Y la niña para arriba y la niña para abajo. No sabía el hombre en cuál, pero en uno de los primeros bancos de la iglesia debía haber situado ella su lugar de referencia, porque lo que es sentarse con las ganas se quedó la madera de sentir la calorina de su culo. Y el cura largaba ya la homilía con especial dedicación a los novios. Y la niña para arriba. “Y ahora, recemos”, decía el revestido instruyendo con imperativa elegancia a los asistentes al bodorrio para que se levantaran, coño, que ahora hay que levantarse. Y la niña para abajo. Y el hombre maduro que por educación de crianza –o sea, por edad-, aunque años ha había abandonado eso de la práctica, sí que sabía de misas –posiblemente el único en el abarrotado templo, él, su santa de siglos y algunos más de similar quinta-, se despistaba, porque andando por entre el murmullo de 999 moscardones (perdón por la cifra, pero es que todos ponen 1.000), con ese garboso y dasafiante ir y venir, la niña del vestidito a ver quién era el tontarras que miraba y escuchaba al cura y menos aún ojeaba el negro espaldar del novio o el precioso, chica, precioso velo de la novia que se desmayaba, formando su geometría, sobre los tres escalones bajando hacia el pasillo central.

Al hombre maduro le pareció que la frase final del oficiante, el “podéis ir en paz”, la soltó con soniquete de doble intención. No lo aseguraría, no, pero... ese tono y esa forma de extender los brazos y abrir las palmas....En fin. Entonces retumbaron en el templo, aun por encima del guirigay, las alegres notas de La Primavera de Vivaldi. Y la niña monísima del vestidito debió pensar que ése era, en la ceremonia, su gran momento: Arrancó desde casi la costurilla del precioso, chica, precioso velo de la novia y, más que encaminarse al ritmo jacarandoso de la música hacia la salida, arremetió contra el pasillo central. A lo mejor, pensó el hombre –buenazo en el fondo-, era primera dama de honor de la novia o, ya con meditación prosaica, pensó seguidamente que además de tenerse muy pateados los laterales con su público, ésta era una oportunidad que no podía desaprovechar. Luego, en la cena, el palmito tiene ya otra ciencia para lucirlo. Pasó tan cerca del hombre, situado él en la esquina de un banco anclado por la mitad de la nave, que éste sintió la sacudida del temblor de su teta derecha, libre de sujeciones por supuesto; igual que la izquierda, claro.

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Sabía yo que iba a causar sensación. Estragos. Elegí bien el vestido. Ah, y este peinado despeinado, y este tenue maquillaje. Jo, todos me miran. Luzco guay de verdad.

Pero, qué chusco, hay poca gente joven, bueno, pocos tíos solos. Ay, no sé qué bichito me corre por la sangre, no puedo estarme quieta. Voy a salir, le diré a Fulano... Y al entrar otra vez....seguro, jo, cómo debe verse mi espalda, demasié. Y el tío ese viejo no me quita ojo. Pobre, con ésa a su lado; su mujer pienso que será; y lo estoy poniendo a cien. Mientras no le dé un paralís. Yo ya me vi chipén en casa, pero debo de estar....¿Y las viejas y las tías, cómo me miran? Amigas, sí, muy amigas, pero rabian. Anda y que les den por donde no quepa. La que tenga que lo luzca y la que no, pues eso, morcilla malagueña. Huy, voy a salir otra vez. ¿Cuándo acabará el pesado de este cura?. Mira, mira qué manera de aplicarme rayos X el viejo. Y es que no sé qué tengo, pero me estoy pidiendo una marcha caribeña que ni una mulata culona marcándose un bailongo afrocubano. He acertado, este vestido es para ir así: ni sujetador ni bragas, sólo el tanga. Olé mis teticas, tan tiesas y pizpiretas ellas. Bah, ni 30 ni nada: suerte y currelo de gimnasio. Ese viejo no podría pellizcarme el culo, así, bien duro y alto, para tronchar esquinas. ¿Qué, te encandilo, viejito? ¡Pues toma andares guasones! Agarra para la vista ya que te pasó el tiempo de la palpa. ¿Y estos jovenzuelos, se creerán los criajos que matan con esas miradas? No veas tú el chalado del último que me quiso querer, bobito mío lo que te perdiste por matón y chulo, pura ternera argentina a la brasa y cariñito español del bueno, del de sin corpiño, desatado. Pero eras tan imbécil, majo. Y los que veo por aquí que me parece van sin pareja, atufan a cortos de talla. El viejo, ese viejo que ya me ha desnudado veinte veces, mira tú, me da que sí, ése daría la talla. Tiene unas canas de despeine y unas arrugas de planchar, pero.... ¿cómo morder sin dientes? Demasiadas calorías para su colesterol. Da rabia que el mundo no se acople a su mejor acomodo en lugar de ensamblarse como piezas prefabricadas. ¡Huy, qué picores! Voy a salir otra vez. ¡Disimula un poco, caray, viejito, mírame de vez en cuando la carita, que tampoco está mal, hombre!

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La cena había sido a la última y normal en su desarrollo. Es decir: amplia zona al aire libre con mesas redondas para entre diez y doce tragones y criticones, o sea, invitados. Todo el espacio abrigado por verde, mucho verde iluminado con la disposición de focos más efectista. Césped, humedecida alfombra de césped, pinos, muchos pinos y macetones a sus raíces o desperdigados como con descuido y reventando de geranios de todos los colores y margaritas, éstas todas blancas, eso sí.La piscina, también iluminada con luces submarinas, dando ilusorio alivio al calor de la noche de Agosto.

Antes de aposentarse en las mesas, al mogollón ante el expositor acorchado con folios sujetos con chinchetas para ver dónde habían situado a cada cual. “A ver si nos fastidian como en la última, cariño, y nos endilgan en la mesa a tus primos”. “¡La 9, tú, macho, estamos en la 9! “¿Y dónde coño está la 9?” “Espera, tío, que primero va el aperitivo de pie”. “Ah”. “¡Mira, ya salen con las bandejas!” A unos camareros les cortan el paso a lo seco, con sonrisa o sin ella. A otros se les persigue en bandada. Desde las copas de los pinos tal parece una masa de estorninos con blando abombarse y estrecharse en pos de la liebre de chaquetilla blanca portadora de vasos de cerveza –casi siempre caliente-, coca-colas, güisquis, vino.... “Oiga, ¿no lleva jerez?” “No, señor, ¿si quiere un jugo de tomate?” “Oye, tú, que por allá sale otro con croquetas y calamares y aún no los he probado”. “Pero si te has hinchado a canapés y frivolidades saladas”. “¡Mira, joer, ya lo han cazado!” Luego, ya aculados en las sillas forradas de cretona acoplada con grandes lazadas, el follón de 300 vasos y unos 100 cubiertos. Los panecillos justos, pero ¿cuál es el tuyo, el de la derecha o el de la izquierda? A leer el menú. “¿Qué será ésto, oye?” “Ah, no sé, algo de carne si va de segundo”. Entre plato y plato unas sonrisas con los asignados a tu mesa, 20 ó 30 chorraditas, la escuchita a la pareja con la calificación obtenida por el plato anterior y la esperanza de que el tinto sea mejor que el blanco; sacar alguna pinocha de los vasos y, cuando este entrenimiento se agota, un sueñecito mientras llega el siguiente, porque de sorbete de limón no se repite y no puede uno engañar la espera dándole traguitos al blanco, algo dulce y con aguja, leche, que se sube sin darte cuenta.

Ya pasada la indestructible horterada del “¡vivan los novios¡” “¡vivan los padrinos!” “¡que se besen, que se besen, que se besen!”; cumplidos los trámites del tachán-tachán nupcial de la irrupción de la gran tarta de boda, los espadazos a dos manos –la del novio guiando a la de la novia- para partir los 7 pisos de mejunje dulzón de merengue, bizcocho borracho y fina capa de chocolate, los torpones pasos de los ya contraídos en el vals de apertura del baile y los más académicos y castizos de los padrinos junto con las cinco o seis parejas carrozonas que se suman a los novios y padrinos para danzar al son de lo suyo (el hombre maduro, con su santa de siglos, no perdonaba en ninguna boda este vals telonero del ruido rey posterior y las pachangas de las canciones del verano y ritmos caribeños en boga. Ah, con el vals sí, gozaba y hasta intentaba lucirse hasta hacer trastabillear y marear a su señora esposa, ay, por Dios, tanta vuelta, para ya, hale, vamos a sentarnos), digo, decía, pasado todo este habitual y cansino protocolo, la barra libre ya estaba abierta (barra libre: postrer invento de unos años acá de los espabilados de la restauración en el negoción de festejos de bodas) Muchos maduritos brincaban como sabían y podían –pero, oiga, para filmarlos- con la música atronadora de calientes notas nacida por los mundos de más abajo del Ecuador, tronchadora de caderas añosas y castigadora de artrosis, deschaquetados ellos y desenchaladas ellas, con cubata en una mano y un rubio light en la otra ellas, con el puro obsequiado por el padrino en la boca ellos y un coñac, un güisqui, un ron en vaso de tubo o algo así en una mano y la otra, alocada, dibujando tonterías sin fin entre el humo y el follón. Nuestro hombre maduro, aparte de tener que haber restringido drásticamente su hábito de fumar, maldita sea la mierda esta de cumplir años quieras o no, jamás se fumaba el habano o el canario del padrino; tenía una colección enorme en casa de cigarros de bodas –ya secos, deshaciéndose, infumables muchos de ellos- porque sostenía que eran los puros que más caros le salían, sin ser fumador de puros, y merecían conservarse y no hacerlos humo, hala, enseguida y así porque así.

Salvo en los escasos minutos en que, durante la cena, había dedicado su atención a las viandas, en cada sorbito al vino, que le permitía alzar la vista, y en los largos entreactos de entreplatos, el hombre maduro, como despistando, no había perdido ojo al ajetreo paseante de la niña monísima del vestidito y a sus escotes, frontal y dorsal, brillantes de luna y farolas. Tan pronto emergía la niña, erecta como un junco bellamente esculpido, allá por el otro extremo del sembrado de mesas, risas y cabezas, como le daba un susto de infarto al encararle los imanes de sus hermosas nalgas al conversar inclinada y de espaldas a él con alguien de una mesa cercana –alguien bienaventurado, pensaba el hombre maduro, que estaría visionando la soltura maravillosa de sus pequeñas y amorosas tetas.

Con el despacho a mano suelta de la barra libre y los decibelios perforando tapones de cera auditivos hasta ponerte lo gris cerebral a revoluciones de chachachá, salsa, cumbia, samba, rumba, etecé, la pista, oliendo a sudores mezclados con 359 colonias y esencias, a alcoholes con campanillas de cubitos de hielo y a tabacos rubios y negros, parecía una masa de epilépticos en lo fuerte de la crisis. El hombre maduro pensaba, animado y ya con cachondeo etílico en el cuerpo, que él y otros como él y su santa de siglos, movían el esqueleto, pero las jovencitas, las niñas monísimas de pícaros vestiditos, movían la carne, sus carnes de textura de flan muy cuajado; y los jovencitos....¿había allí jovencitos? Era lo bueno de estos bailes de ahora: A tu pareja, si te da, ni la ves ni la miras. Y de entre toda la piel morena que allí se agitaba, sobresalía con destellos la epidermis de leche tostadita de los brazos de la niña, anguilas danzarinas, sus hombros algo perlados por gotitas de sudor, sus caderas de goma, sus pechos calientamiradas, que si me voy a salir pero no me salgo, y, cagüen, lo extraordinario de la sujeción de toda la casi casta funda textil de cuerpo tan delicioso por dos insignificantes y delgadísimas tirillas doradas, una a cada lado de su cuello de víctima de vampiro.

En medio del fenomenal barullo se acercaron al hombre maduro y a su santa de siglos, los padres del novio, él con puro y copa en una mano y la otra escondida en el bolsillo del pantalón, ella con un gintonic agarrado con las dos y toda la cara un contento, una risa, una juerga. Pararon los cuatro sus movimientos y a grito pelado, aunque apenas se oían, intentaron hablarse unos momentos: “Todo fenomenal” “¿De verdad; habéis estado bien; cómo lo pasáis?” “De verdad, oid, estupendo todo. Y ella está guapísima”. “Oye, el traje precioso, eh”. Y en eso el último trago que le llega al cerebro al hombre maduro y entra en la bromita haciéndole mención a la madre del novio de la niña, de la perla preciosa que iba danzando por allí, sola. “Bueno, chicos, no os vayáis aún, divertíos; nos vemos luego”. Y hala, a seguir castigando los huesos, dejarse machacar los tímpanos, fumar de más y pedir otra copa, que sí, mujer, que estoy bien para conducir, que no te preocupes.

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Por la autovía, ya de vuelta a casa a las tantas, a setenta por hora, aguzando la vista para distinguir a tiempo los chalecos reflectantes de la guardia civil, si me hacen soplar la fastidiamos, y con la santa de siglos dando cabezadas a su lado, el hombre maduro iba castigándose duramente: Malditas bodas, maldita barra libre, malditas copas. Siempre tengo que cagarla con alguna memez de viejo atolondrado. ¿Y esta tonta del bote coge una broma de nada y la mete, también? Debía nadar en más copas que yo.

Claro que ella celebraba que, por fin, había casado al chico. Y recuerda el hombre maduro, agarrado con rabia al volante, cómo, entre la bruma y el estruendo, se le vino encima la madre del novio arrastrando de una mano a la niña monísima del vestidito, se le plantó delante y....¡toma ya! “Mira, Nina -¡yyyyy, pensó él, casi ‘Niña’!- éste es Madurito, un amigo de toda la vida. Me ha dicho que estabas muy guapa. Anda, Madu, aquí la tienes, es Nina, amiga de mi hija”. Y cómo la niña monísima le acercó mucho sus mejillas para hacerse oir, cómo se tambaleó con su aroma: “Encantada. Y gracias”. Y el alcohol puñetero que lo obnubiló: “No, mujer, es verdad, estás preciosa, eres preciosa; sólo quisiera tener unas tijeritas para cortar esos tirantitos”. Risitas de la niña, un mimoso gesto de susto y su huída dejando la estela de sus nalgas saltarinas más montaraces que nunca. La voz de la santa de siglos: “¡Chico, por favor, qué dices. Huy, no bebas más!”. Y el tortazo inmediato del pequeñó rincón de conciencia todavía sin intoxicar: “¡Ya está, la gansada, el ridículo. La he cagado!”.

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En la pista de baile sólo quedaban los grupos de jóvenes. Pasaba de las cinco de la madrugada. La niña monísima del vestidito contaba a unas amigas lo que le había dicho el hombre maduro, toda ella movida por aspavientos y risas.

- ¿Qué os parece el baboso viejo verde?

- Es que, Nina, pobre hombre. ¿Tú sabes cómo vas?

- ¡Pues monísima, guapa; voy monísima!


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1 comentario:

  1. TANGAS Y BANQUETES

    Me divierto mogollón con todas tus nenas, mozas, mujeres y maduritas: ¡tío es lo tuyo!.
    Sabes ensalzar nuestras virtudes, con esa picaresca “salá”, que tanto nos gusta a las féminas, aunque a veces queramos ir de duras y proclamar lo contrario.

    Las tetas y las nalgas, poco tapadas, con esos “tangas” tan cómodos que no tengo idea quién los inventó, pero que dio en el clavo para que los culetes y culazos se muestren exentos de esas marcas antinaturales de antaño, a vosotros os gustan.

    Pero, aparte de atrevidos, no te digo lo cómodos que son: ¡hay que probarlos!. Es evidente que no se mire otra cosa que a la moza del escote en U y lo siento por la novia.
    Que la niña se quería hacer de notar y toda las señoras de la Iglesia, estaban más rabiosas que la pólvora a punto de estallar, pues… ¡Ajo y agua!.

    Y, las bodas, el banquete: ¡Todas son igual!. Tan aburridas, tan... Vamos a ver quien hace más tonterías, quien se emborracha más para olvidar que la ha tocado sentarte con los más aburridos o aborrecidos de toda la fiesta. ¡Un coñazo!...

    Pero “nos”, los humanos, somos unos hipócritas: ¡qué bonito es esto, que buena está la cena, que guapa está la novia -y ¡qué buena la tía esa del escotazo y las tetas prietas (eso lo piensan los señores). Y ¿quién será aquella zorra tan exultante? (y esto sólo las señoras-). Ja, ja, ja… Jo, jo, jo. Y sigue la fiesta.

    Y… luego pasa lo que pasa, que queremos ser tan jóvenes como los jóvenes y a la mínima nos tachan o de “viejos verdes” o de “maduritas calientes”.

    Y es que, es demasiado duro sentirte joven y ver en el espejo que no lo eres. Y, encima, tener que ser un puto farsante para quedar bien… "C'est la vie".

    Aunque, no lo dudes, la gracia de tijeritas está en insinuar lo que no se ve. Cortados los tirantes, el colapso hubiera sido total, pero el romanticismo, la sensualidad… Se hubieran esfumado como el humo de un vulgar cigarrillo.


    Ann@ Genovés


    P.D. He advertido que tus creaciones se leen aquí o allí, o eso he entendido. Si surgiera el momento de una nueva recitación, me gustaría poder ir, si a vuecencia no le importa y yo tengo tiempo para ir. Los siento: TE-HA-TOCADO. Me enseñas más cosas de las que puedas imaginar. Gracias.

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